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Salzburgo |
Thomas Bernhard
SALZBURGO
La ciudad, poblada por dos clases de personas, los que hacen negocios y sus víctimas, sólo es habitable, para el que
aprende o estudia, de forma dolorosa, una forma que turba a
cualquier naturaleza, con el tiempo la disturba y perturba y,
muy a menudo, sólo de forma alevosa y mortal. Las condiciones meteorológicas extremas, que irritan y debilitan continuamente y, en cualquier caso, enferman siempre a las personas
que viven en ella, por una parte, y la arquitectura salzburguesa,
que en esas condiciones produce unos efectos cada vez más devastadores en la constitución de las personas, por otra, ese clima
prealpino, que oprime a todas esas personas dignas de compasión, de forma consciente o inconsciente pero, en sentido médico, siempre dañina y, en consecuencia, que las oprime en su
mente y su cuerpo y en todo su ser, al fin y al cabo totalmente a
merced de esas condiciones naturales, y con brutalidad increíble
produce una y otra vez esos habitantes irritantes y debilitantes y
enfermantes y humillantes e insultantes y dotados de una gran
vileza y abyección, engendran una y otra vez a esos salzburgueses de nacimiento o llegados de fuera que, entre sus muros fríos
y húmedos, amados con predilección por el aprendiz y estudiante que fui hace treinta años en esa ciudad, pero odiados por
experiencia, se entregan a sus estúpidas terquedades, absurdida001-496 Relatos.indd 15 29/4/09 16:15:42
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des, barbaridades, asuntos brutales y melancolías, y constituyen
una inagotable fuente de ingresos para todos los médicos y empresarios de pompas fúnebres posibles e imposibles. Quien se
ha criado en esa ciudad, según los deseos de quienes tenían sobre él la patria potestad pero en contra de su propia voluntad y,
desde su más temprana infancia, con la mayor predisposición
sentimental e intelectual en favor de esa ciudad, ha estado encerrado por una parte en el proceso espectacular de la celebridad
mundial de esa ciudad como en una perversa máquina de belleza en tanto que máquina de falsedad, productora de oro y oropel y, por otra parte, con la falta de medios y de ayuda de su
infancia y juventud, por todas partes desamparadas, como en
una fortaleza de miedo y de horror, condenado a esa ciudad
como la ciudad en que desarrollaría su carácter y su espíritu,
tiene de esa ciudad y de las condiciones de existencia en esa ciudad un recuerdo, para no expresarlo en forma demasiado grosera ni demasiado frívola, más bien triste y más bien oscurecedor
de su primerísimo y primer desarrollo, pero en cualquier caso
funesto, cada vez más decisivo para toda su existencia y horrible, y ningún otro. En contra de la calumnia, la mentira y la
hipocresía, tiene que decir, al escribir la presente indicación,
que esa ciudad, que impregnó todo su ser y condicionó su entendimiento, fue siempre para él, y sobre todo en su infancia y
juventud, en la época de desesperación, en tanto que época de
maduración, en que existió y se ejercitó en ella durante dos decenios, una ciudad que lesionó más bien su espíritu y su ánimo,
que, efectivamente, sólo maltrató siempre su espíritu y su ánimo, una ciudad que lo penó y apenó ininterrumpidamente, directa o indirectamente, por faltas y crímenes no cometidos, y
que sofocó en él la sensibilidad y el sentimiento, de cualquier
naturaleza que fueran, y no una ciudad que fomentara sus dotes
creadoras. En esa época de estudios, que sin duda alguna fue su
época más espantosa, y de esa época de estudios suya y de las
sensaciones que tuvo en esa época de estudios se habla aquí, tuvo que pagar, para el resto de su vida, un alto precio y probablemente la más alta de las sumas. Esa ciudad no merecía el
afecto y el amor que, como afecto anticipado y amor anticipado
por su parte, había heredado él de sus mayores, y siempre y en
todas las épocas y en todos los casos, hasta hoy, lo ha rechazado, repelido y, en cualquier caso, herido en su indefenso amor
propio. Si no hubiera podido dejar atrás a esa ciudad que, en
definitiva, hiere y zahiere y, finalmente, aniquila a las personas
creadoras, y que, por mis padres, es a un tiempo para mí ciudad
materna y paterna, en un instante determinado y, precisamente, en el instante decisivo y salvador de la máxima tensión nerviosa y la mayor lesión posible de mi espíritu, hubiera dado
ejemplo, como tantas otras personas creadoras de esa ciudad y
como tantas otras a las que estuve unido y en las que confié,
con la única prueba que caracteriza a esa ciudad, matándome
súbitamente, como tantos se han matado súbitamente en ella, o
pereciendo lenta y miserablemente entre sus muros y en su atmósfera que provoca la asfixia y nada más que la asfixia, como
han perecido en ella, lenta y miserablemente, tantos otros. Con
mucha frecuencia he podido reconocer y amar la especial forma
de ser y la peculiaridad absoluta de ese paisaje materno y paterno mío, hecho de una naturaleza (famosa) y de una arquitectura (famosa), pero los imbéciles habitantes que existen y, de año
en año, se multiplican aturdidamente en ese paisaje y esa naturaleza y esa arquitectura, y sus leyes viles y su interpretación
aún más vil de esas leyes suyas, han matado siempre enseguida
mi reconocimiento y mi amor por esa naturaleza (como paisaje)
que es una maravilla, y por esa arquitectura, que es una obra de
arte, los han matado ya siempre enseguida en sus comienzos, y
mis medios de existencia, confiados sólo a mí mismo, se han
sentido siempre enseguida indefensos contra la lógica pequeñoburguesa que impera en esa ciudad como en ninguna otra.
Todo en esa ciudad está en contra de lo creador y, aunque se
afirme lo contrario cada vez más y con vehemencia cada vez mayor, la hipocresía es su fundamento, y su mayor pasión la
falta de espíritu, y dondequiera que la fantasía se atreva a mostrarse siquiera en ella, es extirpada. Salzburgo es una fachada
pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su falsedad, y detrás de la cual lo (o el) creador tiene que atrofiarse y
pervertirse y morirse lentamente. Mi ciudad de origen es en
realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no
se van, se suicidan súbitamente, directa o indirectamente, antes
o después, en esas condiciones espantosas, o perecen directa o
indirectamente, lenta y miserablemente, en ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico, y en el fondo totalmente enemigo del ser humano. La ciudad
es, para quien la conoce y conoce a sus habitantes, un cementerio en la superficie hermoso, pero bajo esa superficie en realidad
horrible, de fantasías y deseos. Para el que aprende o estudia, e
intenta encontrar su orden y su derecho en esa ciudad, que sólo
es famosa en todas partes por su belleza y su construcción, y
que en la época de los llamados Festivales es además famosa todos los años por el, así llamado, Gran Arte, esa ciudad no es
pronto más que un museo de la muerte, frío y expuesto a todas
las enfermedades y vilezas, en el que crecen todos los obstáculos
imaginables e inimaginables que desintegran y hieren en lo despiadadamente más profundo, sus energías y dotes y disposiciones intelectuales, y pronto la ciudad no es ya para él una hermosa naturaleza y una arquitectura ejemplar sino nada más que
una impenetrable maleza humana, hecha de abyección y vileza y, cuando camina por sus calles, no camina ya rodeado de
música sino que se siente nada más que repelido por el lodazal
moral de sus habitantes. La ciudad es en ese estado, para quien
se ve en ella de repente engañado en todo, como corresponde a
su edad, no una desilusión sino un espanto, y tiene para todo,
también para esa conmoción, sus argumentos de muerte.
Thomas Bernhard
Relatos autobiográficos / El origen
Anagrama, Barcelona, 2009, pp. 15 -18