CATLEYAS
Traducción de Pedro Salinas
Traducción de Pedro Salinas
No estaba en casa de Prévost; Swann quiso buscar en los demás restaurantes de los bulevares. Y para ganar tiempo, mientras él recorría unos cuantos, mandó a otros a su cochero Rémi (el dux Loredano de Rizzo); no encontró Swann nada y fue a esperar a su cochero en el lugar que le había indicado. El coche no volvía y Swann se representaba el momento en que iba a llegar, ya como aquel en el que el cochero le diría: "Aquí está la señora", o ya como otro en el que oiría decir a Rémi: "No he encontrado a esa señora en ningún café". Y así, veía delante de él el final de su noche, uno y doble a la vez, precedido ya por el encuentro de Odette, ya por la obligada renuncia a encontrarla y la conformidad con volverse a casa sin haberla visto.
Volvió el cochero, pero en el momento de parar delante de Swann no le preguntó: "¿Has encontrado a esa señora?", sino que le dijo: "No se te olvide recordarme mañana que tengo que encargar leña, porque me parece que ya queda poca". Acaso se decía que si Rémi había encontrado a Odette en algún café donde estaba esperándole, el fin de la noche nefasta quedaba ya borrado, porque empezaba la realización del fin de la noche feliz, y que, por consiguiente, no tenía prisa por llegar a una felicidad capturada ya y a buen recaudo, que no se había de escapar. Pero también lo hizo por fuerza de inercia; su alma tenía esa falta de agilidad que se da en muchos cuerpos de esas que gentes que para evitar un golpe, para quitarse una llama de encima o para hacer un movimiento urgente necesitan tomarse tiempo y quedarse un segundo en la posición en que que estaban antes del acontecimiento, como para encontrar un punto de apoyo y poder tomar impulso. E indudablemente si el cochero le hubiera interrumpido diciéndole que la señora estaba allí, él habría contestado: "Ah, sí, el encargo ese que te había dado; pues me extraña", para seguir luego hablando de la leña, porque de ese modo ocultaba la emoción que sentía y se daba a sí mismo tiempo para romper con la inquietud y sonreír a la felicidad.
Pero el cochero le dijo que no la había encontrado en ninguna parte y añadió a modo de consejo y en su calidad de criado antiguo:
-Lo mejor es que el señor se vaya a casa.
Pero la indiferencia que Swann fingía fácilmente cuando Rémi no podía alterar en nada el tenor de la respuesta que le traía decayó ahora al ver cómo intentaba hacerle renunciar a su esperanza y a su rebusca.
-No, no es posible -exclamó-, tenemos que encontrar a esa señora, no hay más remedio. Hay un asunto que lo requiere, y si no, podría ofenderse.
-No sé cómo se va a dar por ofendida -respondió Rémi-, porque ella es la que se ha marchado sin esperar al señor diciendo que iba a casa de Prévost, y luego se ha ido.
Ya empezaban a apagar en todas partes. Por debajo de los árboles del bulevar, en una misteriosa oscuridad, erraban los pocos transeúntes, apenas discernibles. De cuando en cuando, una sombra femenina se acercaba a Swann, le decía unas palabras al oído, y le pedía que la acompañara a su casa; Swann se estremecía. Iba rozando al pasar todos aquellos cuerpos oscuros como si por el reino de las sombras, entre mortuorios fantasmas, fuera buscando a Eurídice.
De todas las maneras de producirse el amor y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es el torbellino de agitación que nos arrastra en ciertas ocasiones. La suerte está echada, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realiza cuando -al echarle de menos- en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.
Swann llegó hasta los últimos restaurantes; no había tenido calma más que para afrontar la hipótesis de la felicidad; pero ahora ya no calculaba su agitación ni el valor que concedía al encuentro de Odette, y ofreció a su cochero una recompensa si la encontraba, como así, inspirándole el deseo de dar con ella, que vendría acumularse al suyo propio, fuera posible que Odette, aunque se hubiera recogido ya, siguiera estando en un café del bulevar. Fue hasta la Maison Dorée, entró dos veces en Tortoni, y salía, sin haberla encontrado, del café Inglés, con aire huraño y a grandes zancadas en busca del coche que le esperaba en la esquina de los bulevar de los Italianos, cuando de repente tropezó con una persona que venía en dirección contraria a la suya: Odette; más tarde le explicó que ella que, no habiendo encontrado sitio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée, en un rincón donde Swann no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.
Tan inesperado fue para Odette el encuentro con Swann, que se asustó. El había estado corriendo medio París, más que porque creyera posible encontrarla, porque le parecía durísimo tener que renunciar. Y por eso aquella alegría que su razón estimaba irrealizable por aquella noche le pareció aún mucho mayor; porque no había colaborado en ella con la previsión de creerla verosímil, porque era ajena a él; y porque no se sacaba él del espíritu para dársela a Odette -sino que emanaba de ella misma, ella misma la proyectaba hacia él- aquella verdad tan radiante que disipaba como un sueño el temido aislamiento y en la que se apoyaba y descansaba, sin pensar, su sueño de felicidad. Lo mismo un viajero que llega un día de buen tiempo a orilla del Mediterráneo se olvida de que existen los países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar, deja que le cieguen la vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de las aguas.
Subió con Odette en el coche de ella y mandó a su cochero que fuera detrás.
De todas las maneras de producirse el amor y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es el torbellino de agitación que nos arrastra en ciertas ocasiones. La suerte está echada, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realiza cuando -al echarle de menos- en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.
Swann llegó hasta los últimos restaurantes; no había tenido calma más que para afrontar la hipótesis de la felicidad; pero ahora ya no calculaba su agitación ni el valor que concedía al encuentro de Odette, y ofreció a su cochero una recompensa si la encontraba, como así, inspirándole el deseo de dar con ella, que vendría acumularse al suyo propio, fuera posible que Odette, aunque se hubiera recogido ya, siguiera estando en un café del bulevar. Fue hasta la Maison Dorée, entró dos veces en Tortoni, y salía, sin haberla encontrado, del café Inglés, con aire huraño y a grandes zancadas en busca del coche que le esperaba en la esquina de los bulevar de los Italianos, cuando de repente tropezó con una persona que venía en dirección contraria a la suya: Odette; más tarde le explicó que ella que, no habiendo encontrado sitio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée, en un rincón donde Swann no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.
Tan inesperado fue para Odette el encuentro con Swann, que se asustó. El había estado corriendo medio París, más que porque creyera posible encontrarla, porque le parecía durísimo tener que renunciar. Y por eso aquella alegría que su razón estimaba irrealizable por aquella noche le pareció aún mucho mayor; porque no había colaborado en ella con la previsión de creerla verosímil, porque era ajena a él; y porque no se sacaba él del espíritu para dársela a Odette -sino que emanaba de ella misma, ella misma la proyectaba hacia él- aquella verdad tan radiante que disipaba como un sueño el temido aislamiento y en la que se apoyaba y descansaba, sin pensar, su sueño de felicidad. Lo mismo un viajero que llega un día de buen tiempo a orilla del Mediterráneo se olvida de que existen los países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar, deja que le cieguen la vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de las aguas.
Subió con Odette en el coche de ella y mandó a su cochero que fuera detrás.
Odette tenía en la mano un ramo de catleyas, y Swann vio, debajo del pañuelo de encaje que le cubría la cabeza, que llevaba en el pelo flores de la misma variedad de orquídea atadas al airón de plumas de cisne. Tocada de mantilla, llevaba un traje de terciopelo negro, que se recogía oblicuamente en la parte inferior para dejar asomar un trozo de falda de faya blanca; también por debajo del terciopelo asomaba otro paño de faya blanca en el corpiño, donde se abría el escote, en el cual se hundían otras cuantas catleyas. Apenas se había repuesto del susto que tuvo al toparse con Swann, cuando el caballo se encontró con un obstáculo y dio una huida. Llevaron una gran sacudida, y Odette lanzó un grito y se quedó sin aliento, toda palpitante.
-No es nada -dijo él-, no se asuste.
Y la cogió por el hombro, apoyándola contra su cuerpo para sostenerla; luego dijo:
-No hable usted, no se canse más, contésteme por señas. ¿Me permite usted que le vuelva a poner bien las flores esas del escote que casi se caen con la sacudida? Tengo miedo de que las pierda usted, voy a meterlas un poco más.
Odette, que no estaba acostumbrada a que los hombres usaran tantos rodeos con ella, le dijo:
-Sí, sí, hágalo.
Pero Swann, azorado por la contestación y quizá también porque había hecho creer a Odette que el pretexto de las flores era sincero, y acaso porque él también empezaba a creer que lo había sido, exclamó:
-Pero no hable, va usted a cansarse, contésteme por señas que yo la entiendo. ¿De veras me deja usted…? Mire, aquí hay un poco de…, creo que es polen que se ha desprendido de las flores; si me permite se lo voy a quitar con la mano. ¿No le hago daño? ¡No! Quizá cosquillas, ¿eh? Pero es que no quiero tocar el terciopelo para no chafarle. ¿Ve usted?, no había más remedio que sujetarlas, si no se caen; las voy a hundir un poco más… ¿De veras que no la molesto? ¿Me deja usted que las huela, a ver si no tienen perfume? Nunca he olido estas flores ¿Me deja?, dígamelo de veras.
Ella, sonriente, se encogió de hombres como diciendo: ¡Qué tonto es usted, pues no ve que me gusta!
Swann alzó la otra mano, acariciando la mejilla de Odette; ella lo miró fijamente, con ese mirar desfalleciente y grave de las mujeres del maestro florentino que, según Swann, se le parecían los ojos rasgados, finos, brillantes, como los de las figuras botticelescas, se asomaban al borde de los párpados, como dos lágrimas que se iban a desprender. Doblaba el cuello como las mujeres de Sandro lo doblan, tanto en sus cuadros paganos como en los profanos. Y con ademán que, sin duda, era habitual en ella, y que se cuidaba mucho de no olvidar en aquellos momentos porque sabía que le sentaba bien, parecía como que necesitaba un gran esfuerzo para retener su rostro, igual que si una fuerza invisible lo atrajera hacia Swann. Y Swann fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensamiento tiempo para que acudiera, para que reconociera el ensueño que tanto tiempo acarició, para que asistiera a su realización, lo mismo que se llama a un pariente que quiere mucho a un hijo nuestro para que presencie sus triunfos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de Odette, aun no poseído ni siquiera besado, y que veía por última vez esa mirada de los días de marcha con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a ver.
Pero era tan tímido con ella, que aunque aquella noche se le entregó, como la cosa había empezado por arreglar las catleyas, ya fuera por temor a ofenderla, ya por miedo a que pareciera que mintió la primera vez, ya porque le faltara audacia para pedir algo más que poner bien las flores (cosa que podía repetir, porque no ofendió a Odette aquella primera noche), ello es que los demás días siguió usando el mismo pretexto. Si llevaba catleyas prendidas en el pecho, decía:n¡Qué lástima! Esta noche las catleyas están bien, no hay que tocarlas, no están caídas como la otra noche; aquí veo una que no está muy bien, sin embargo. ¿Me deja usted que vea a ver si huelen más que las del otro día?. Y si no llevaba: ¡Ah! Esta noche no hay catleyas: no puedo dedicarme a mis mañas.. De modo que durante algún tiempo no se alteró aquel orden de la primera noche, cuando comenzó con roces de dedos y labios en el pecho de Odette, y así empezaban siempre a acariciarse; y más tarde, cuando aquella convención (o simulacro ritual de convención) de las catleyas cayó en desuso, sin embargo, la metáfora .hacer catleya, convertida en sencilla frase, que empleaban inconscientemente para significar la posesión física .en la cual posesión, por cierto, no se posee nada, sobrevivió en su lenguaje, como en conmemoración de aquella costumbre perdida.
Un amor de Swann
En busca del tiempo perdido
FICCIONES
Casa de citas / Antonio Muñoz Molina / La prisionera
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