miércoles, 14 de diciembre de 2011

Diario / Visa USA



Triunfo Arciniegas
VISA USA
9 de diciembre de 2011

Ya no me duele la espalda. O al menos no me duele tanto. La dicha alivia el cuerpo. Me desperté antes de las cuatro de la mañana y leí a Murakami durante casi dos horas. Me alisté y salí del apartamento después de las seis. Tomé un taxi y a las siete en punto estaba haciendo fila frente a la Embajada Americana. Llamaron a la gente de los turnos de las siete y las siete y media a otra fila. Yo seguí en la cuatro hasta las ocho más o menos. Luego pasé a la fila dos y finalmente a la fila uno, según nos iban indicando. A esa hora ya teníamos chuleado la hoja de confirmación y nos habían pegado con un gancho la foto de cinco por cinco. Solo deberíamos tener a la mano esta hoja y el pasaporte. De lo contrario, seríamos devueltos al final de la fila. Allí todo se hace con absoluta precisión. Entré a la embajada a las ocho y media: la hora exacta de mi cita. Nos registraron con los respectivos aparatos, nos revisaron los bolsos y entregamos el celular. Entonces hice cola frente a una de las ventanillas donde verifican la autenticidad del pasaporte. No fue una fila muy larga pero sí muy lenta. Me tocó con la mujer más minuciosa. Mi reciente y flamante pasaporte no tuvo problemas, por supuesto. Luego fui a otra fila para la toma de las huellas. Habían pasado tres horas y media de espera cuando hice la cola de la entrevista. Me asignaron la ventanilla siete y esperé exactamente una hora más. Estaba en situación de privilegio para ver los favorecidos y los rechazados y, según mis estadísticas, los primeros son menos que los segundos. Si a uno le niegan la visa, le entregan de inmediato el pasaporte. Si no, se lo quedan unos diez días. Uno ve los derrotados con su pasaporte en la mano y la desilusión en la cara. Más que derrotados, humillados, después de tanto trámite, de tantas horas de internet, de los ciento cuarenta dólares en Helms y de los sueños de la tierra prometida. Todo se va al carajo en cuestión de minutos. Tuve un pequeño incidente a la hora de pasar a la ventanilla. Creí que era mi turno, pero otra persona aseguró que era el suyo y pasó. Tuve que dejarlo. Al fin y al cabo, pensé con maldad, le van a negar la visa. Y me conviene porque el hombre de la ventanilla siete niega una y concede la siguiente. Observé su pinta: se había traído su vieja chaqueta de cuero, sus vaqueros desgastados y sus tenis viejos. Que se vista como se le dé la gana, pero no este día, por Dios. El hombre estuvo casi diez minutos y, por supuesto, le negaron la visa. Disimuló muy bien la rabia y se alejó con su pasaporte en la mano. Entonces llegó mi hora. Me acerqué con paso firme y en traje ajeno. Me despacharon en cuestión de tres o cuatro minutos. Me pidieron el pasaporte  y la hoja con el código de barras y me preguntaron a qué iba. “Voy a Nueva York a ver pintura”, dije. O: “Quiero conocer Nueva York y quiero ver pintura”. Algo así dije. Me preguntaron dónde me quedaría y cuánto tiempo. Me preguntaron el estado civil, me preguntaron si tenía hijos, me preguntaron si había viajado a otros países. Enumeré con regocijo los países que he visitado en estos diez años y entregué  mi antiguo pasaporte para que vieran las visas y los sellos de entrada y salida. Me preguntaron a qué fui a Chile. “A un congreso de escritores”, dije. “Ah, usted es escritor”, dijo el hombre del otro lado del vidrio. Le dije que había publicado cincuenta y dos libros y estaba tan acelerado que le hubiera contado el argumento de todos y me hubiera quedado parado ahí por lo menos hora y media y le hubiera respondido todo cuando hubiera querido sin intercalar una sola mentira (porque mentir es la peor brutalidad que uno puede cometer en este caso), hubiéramos tomado un café y hasta nos hubiéramos fumado un cigarrillo, pero hizo un gesto con la mano, algo así como cálmese por favor y dijo las palabras mágica: “Su visa ha sido aprobada”. Algo así dijo, en español y con una pronunciación perfecta. Me precisó que en diez días me entregarían el pasaporte y empecé a reírme, tal como había visto a otros, y le dije: “Usted no sabe lo feliz que me ha hecho”. Lo vi sonreír y me alejé de la ventanilla y así, riéndome, salí de la embajada. Eran las once y media. Llamé a Alejandra y a otros habitantes de mi corazón mientras volvía al apartamento a pie, bajo un sol inclemente, sudando como un caballo pero absolutamente feliz y, según Hemingway, “con todos los sueños intactos”.





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