domingo, 16 de enero de 2011

Triunfo Arciniegas / Autorretrato


Triunfo Arciniegas
DEBO PRECISAR

Debo precisar que mi niñez, estación eterna y pozo inagotable, es y seguirá siendo Málaga. Ya era un lector entonces, ya era un solitario y atrapaba pájaros con cauchera y sombrero. Mi niñez terminó precisamente cuando papá decidió que nos fuéramos a vivir a Pamplona. Dejé en Málaga el primer gran amor de mi vida, mi abuela Emperatriz, que vivía de lavar ropa ajena. Mantuvimos una relación afectuosa, poética y comercial. Durante la semana memorizaba coplas. Se las declamaba el domingo y ella me enviaba a entregar un traje recién lavado y planchado y con el peso que recibía del dueño entraba a cine. Poesía con poesía se paga. Pero entonces mi papá, con ese corazón de gitano, decidió una vez más que nos íbamos de Málaga. Ya habíamos vivido en Sogamoso, Belencito y Ragonvalia. Me fui a Pamplona por un sendero de lágrimas y comencé a escribirle a mi abuela largas cartas, con ilustraciones, y sin respuesta, por supuesto. Una tía se encargaba de la lectura. Cuando se me agotaba el tema, inventaba. De ahí vengo, de las cartas a mi abuela. Pamplona era entonces una ciudad más fría que ahora y el viento nos mordía las orejas. No había árboles. Para colmo, llegamos a vivir en la parte alta, detrás del cementerio. Una vez vi enterrar a un pobre sin cajón, en la tierra cruda. Como había llovido, al caer en el hueco, el cuerpo salpicó a los presentes. En esa atmósfera desolada, ante las montañas peladas y sin un solo amigo, me refugié en la lectura de los libros y pronto empecé a escribirlos. En los primeros años todavía atrapaba golondrinas.


“Todo lo que soy se lo debo a los libros”, le oí decir a Ana María Machado en Cartagena. Vengo de los libros, pero no de una familia de intelectuales. Mis abuelos no conocieron la escritura, mis padres no terminaron la educación primaria y fui el primero de la familia que asistió a la universidad. La timidez mi hizo solitario y la soledad me hizo escritor. La vida exige una pasión, según Borges, y la mía son los libros.

Leí, en la Biblioteca Municipal, El tesoro de la juventud, una enciclopedia que nunca he vuelto a ver, y los libros que la bibliotecaria seleccionaba para mí. Leí Robinson Crosoe, de Daniel Defoe, y durante años temí despertar en una isla desierta. Había un mueble en un rincón, con vidrio y chapa, que la bibliotecaria abría con una pequeña llave de oro que colgaba de su cuello, para los usuarios especiales, ciertos caballeros que provocaban mi envidia. Años después, en una visita a Málaga me acerqué al famoso mueble y vi un libro que me interesaba. Se lo solicité a la bibliotecaria, la misma viejecita de todos los años, y sólo cuando me senté a leerlo me di cuenta que estaba cumpliendo uno de los sueños de mi vida.




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