viernes, 16 de octubre de 2020

Casa de citas / Emmanuel Carrère / Corinne y el collar

 

Woman with necklace, 
Red Tweny,


Emmanuel Carrère

CORINNE Y EL COLLAR


Como había dicho a Corinne que haría lo posible por asistir a la misa con ella y sus hijas, durante el viaje no paró de mirar su reloj y el número de kilómetros que faltaban para París. Recuerda que antes de entrar en la autopista, en la carretera comarcal de Lons-le-Saunier, donde hay muchos badenes, condujo imprudentemente, lo que nunca hacía. Era sábado por la tarde: se impacientó en el peaje, donde la fila avanzaba lentamente, y luego en el periférico [5] . Pensaba que tardaría un cuarto de hora entre la puerta de Orléans y la puerta de Auteuil, pero tardó tres. La misa no se celebraba en la nave de la iglesia, sino en una capilla subterránea cuya entrada le costó encontrar. Como llegó tarde, permaneció al fondo y no fue a comulgar: de eso estaba seguro, porque si hubiese comulgado, a continuación se habría ido a sentar al lado de Corinne. En vez de eso, salió el primero y las esperó fuera. Besó a las dos niñas, a las que no había visto desde hacía más de un año, y subieron los cuatro a casa de Corinne. Romand charló con la canguro. Mientras su madre se maquillaba y se cambiaba, Léa y Chloé le enseñaron los regalos que habían recibido en Navidad. Cuando Corinne apareció, llevaba un traje sastre de color rosa y el anillo que él le había regalado para hacerse perdonar su primera declaración. En el periférico, que cogieron en sentido inverso, ella le pidió el dinero. Él se disculpó por no haber tenido tiempo de pasar por Ginebra, pero iría sin falta el lunes por la mañana y luego tomaría el avión de las 12.15, y ella lo tendría a primera hora de la tarde. Corinne se mostró algo contrariada, pero la perspectiva de la brillante cena que les esperaba la distrajo. Dejaron la autopista en Fontainebleau y, a partir de allí, ella le guió con la ayuda de un mapa sobre el cual él había, al azar, marcado con una cruz el lugar en que estaba la casa de Kouchner. Buscaban «una carretera pequeña a la izquierda». El mapa no era muy detallado, lo que justificaba que al principio les hubiese costado orientarse. Al cabo de una hora de dar vueltas en redondo por el bosque, Jean-Claude se detuvo para buscar en el maletero un papel en el que había apuntado el número de teléfono de Kouchner, pero no lo encontró. Corinne empezaba a inquietarse por el retraso, pero él la tranquilizó: otros invitados, también investigadores, debían desplazarse desde Ginebra, y no llegarían antes de las 22.30. Para entretenerla, se puso a hablarle de su próximo traslado a París, de que finalmente había aceptado asumir la dirección del INSERM, del apartamento inherente al cargo en Saint-Germain-des-Prés. Le describió la distribución del piso, precisando que tenía intención de habitarlo solo. La noche anterior, Florence y él habían mantenido una larga charla sobre el rumbo de sus vidas respectivas y, de común acuerdo, habían decidido que lo mejor sería hacerlo así. Lo más duro, suspiraba, sería no ver a los niños todos los días. Debían de estar en casa de su abuela en Annecy, habían pasado la tarde en un cumpleaños… Corinne se impacientaba. Le dijo que él no pensaba más que en ganar tiempo y en encontrar un motivo verosímil para anular la cena. Jean-Claude se detuvo de nuevo en una zona de picnic y resolvió poner patas abajo el maletero hasta encontrar el número de Kouchner. Pasó unos minutos rebuscando dentro de viejas cartas de cartón que contenían libros, revistas, pero también una cinta de vídeo en la que había filmado con su cámara imágenes de su viaje juntos a Leningrado, dos años antes. Una simple ojeada a Corinne, cada vez más crispada en el asiento delantero del coche, bastó para convencerle de que no era el momento de rememorar aquellos tiernos recuerdos. Volvió, corrido, diciendo que no encontraba el papel. Había encontrado, en cambio, un collar que tenía intención de regalarle. Corinne se encogió de hombros: aquello no tenía sentido. Pero él insistió y, finalmente, la persuadió de que se lo pusiera, al menos aquella noche. Ella bajó del coche para que él pudiese ponérselo, del mismo modo que le ponía todas las joyas que le regalaba: pidiéndole que cerrara los ojos.
    Ella notó primero, en la cara y en el cuello, la quemadura espumosa de la bomba lacrimógena. Entreabrió los ojos y volvió a cerrarlos de golpe porque aquello quemaba todavía más y, mientras él seguía rociándola, ella empezó a debatirse, a luchar con todas sus fuerzas contra él, de suerte que Jean-Claude tuvo la impresión de que era ella la que le agredía. Rodaron por el suelo a un costado del vehículo. Una barra cilíndrica y dura lanzaba descargas eléctricas contra el vientre de Corinne: era el artilugio defensivo con que Jean-Claude tenía intención de obsequiarla. Convencida de que iba a morir, ella gritó: «¡No quiero! ¡No me mates! ¡Piensa en Léa y Chloé!», y abrió los ojos.
    Cruzar la mirada con la de Jean-Claude le salvó la vida. De pronto, todo cesó.
    Él estaba frente a ella, desconcertado, con el rostro descompuesto y las manos extendidas: ya no era el gesto de un asesino, sino más bien el de un hombre que intenta sosegar a una persona que sufre una crisis de nervios.
    —Pero, Corinne —repetía suavemente—, pero, Corinne…, cálmate…
    La hizo sentarse en el coche y los dos se repusieron como si acabaran de escapar del ataque de un tercero. Se enjugaron la cara con servilletas de papel y agua mineral. Jean-Claude debía de haberse asperjado él mismo con la bomba, porque también tenía la piel y los ojos irritados. Al cabo de un momento, ella le preguntó si de todos modos irían a cenar a casa de Kouchner. Decidieron no hacerlo y él arrancó el coche, salió de la zona de picnic y, a poca velocidad, al entrar en la carretera tomó la dirección opuesta. Lo que acababa de suceder resultaba tan incomprensible para él como para ella y, en el estado de estupor en que Corinne se hallaba, poco faltó para que se dejara convencer de que era ella la que había empezado. Pero logró resistirse. Ella le explicó pacientemente que no, que había empezado él. Le contó cómo había sucedido. Él la escuchaba moviendo la cabeza, espantado.
    En el primer pueblo, Jean-Claude quiso telefonear a Kouchner para disculparse, y a ella ni siquiera le extrañó que ahora él tuviese el número. Se quedó en el coche, cuya llave de contacto, maquinalmente o no, él se había guardado en el bolsillo antes de dirigirse hacia la cabina telefónica. Corinne le observó hablar o fingir que hablaba bajo el alumbrado de neón. El juez trató de averiguar si había marcado el número: Jean-Claude no se acuerda, pero cree que quizá llamó a su propia casa, en Prévessin, y oyó el anuncio del contestador.
    Cuando volvió al coche, ella le preguntó si había recogido el collar y él le respondió que no, pero que no tenía importancia: había guardado la factura y el seguro se lo pagaría. Ella se percató de que en ningún momento había visto el collar, y de que, en cambio, sí había visto, caído en las hojas muertas al lado del coche, un cordón de plástico flexible que parecía hecho ex profeso para estrangular a alguien. Durante todo el trayecto de regreso, que duró más de dos horas, porque él conducía muy despacio, ella tuvo miedo de que volviese a asaltarle su furor homicida y, para distraerle a su vez, le habló como una amiga afectuosa y al mismo tiempo como una profesional de la psicología. Él culpó a su enfermedad. El cáncer no se contentaba con matarle, sino que le enloquecía. Con frecuencia, en los últimos tiempos, había sufrido momentos de amnesia, lagunas en blanco de las que no conservaba el menor recuerdo. Lloraba. Ella movía la cabeza con un aire adecuado y comprensivo, pero en realidad estaba muerta de miedo. Era absolutamente preciso, le decía, que le viese alguien. ¿Quién? ¿Un psiquiatra? Sí, un psicoterapeuta, ella podría recomendarle gente muy buena. O bien él podía consultar a Kouchner. Era un amigo cercano, Jean-Claude se lo había dicho muchas veces, un hombre profundamente sensible y humano, sería una buena idea que le hablase de todo lo ocurrido. Llegó a proponerle que ella misma llamaría a Kouchner para explicárselo, sin dramatizar. Sí, aprobaba él, era una buena idea. Aquella conjura cariñosa de Kouchner y de Corinne para salvarle de sus demonios le conmovió hasta las lágrimas. Rompió a llorar de nuevo, y ella también. Lloraban los dos cuando él la dejó en el portal de su casa, a la una de la mañana. Le hizo prometer que no se lo diría a nadie, y ella le pidió que prometiera que recuperaría su dinero, todo su dinero, el lunes. Cinco minutos después, él la telefoneó desde una cabina desde donde veía las ventanas encendidas de su apartamento:
    —Prométeme —le dijo— que no creerás que ha sido premeditado. Si hubiese querido matarte, lo habría hecho en tu casa, y habría matado también a tus hijas.

Emmanuel Carrère
El adversario
Anagrama, Barcelona, 2000, p. 130-134

No hay comentarios: