30.000 grados centígrados
De unos tres metros de largo y cuatro toneladas de peso, la bomba que llevaba 50 kilos de uranio tardó 43 segundos en caer. Su explosión a unos 580 metros de altura sobre el centro de la ciudad causó una bola de fuego de 28 metros de diámetro y una temperatura de 30.000 grados centígrados. La fuerza del estallido derrumbó edificios, atrapó a miles de personas bajo los escombros, arrojó cuerpos en posiciones grotescas. El calor imprimió sombras permanentes en lo poco que quedó en pie, derritió ojos y pieles; comenzaron incendios. Muchos supervivientes hablarían después de ríos llenos de cadáveres flotando; de voces bajo las ruinas que suplicaban ayuda mientras se acercaban las llamas; de riadas de heridos con aspecto fantasmal, algunos con los ojos en las manos, otros con los brazos en alto para que la piel hecha jirones no tocara el suelo, caminando en silencio sin saber muy bien a dónde.
70.000 personas murieron inmediatamente, entre ellos 3.600 de los escolares que demolían viviendas. Otras 70.000 fallecerían antes de que terminara el año, de sus heridas o por la radiación. Hasta agosto de 2019 se contabilizaban 319.816 víctimas fallecidas a lo largo de los años como consecuencia de esa bomba y de la que la Fuerza Aérea de EE UU arrojaría tres días después, el 9 de agosto de 1945, en Nagasaki.
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