miércoles, 15 de julio de 2020

Casa de citas / Ingmar Bergman / El virgo de Anna


Young Lovers
Mike Hughes

Ingmar Bergman
EL VIRGO DE ANNA

Anna Lindberg y yo éramos de la misma edad. Estábamos en noveno curso, lo que significaba el último paso antes del bachillerato. El colegio era mixto y se llamaba Palmgrenska; estaba en la esquina de Skeppargatan y Kommendörsgatan. Los trescientos cincuenta alumnos nos repartíamos en locales agradables, aunque un poco estrechos, que pertenecían a una casa particular. Se consideraba que los profesores practicaban una pedagogía más moderna y más avanzada que la utilizada en los institutos. Esto no podía ser verdad porque la mayoría de ellos enseñaban también en el instituto de Ostermalm, que estaba a unos cinco minutos andando de Palmgrenska.
    Era la misma mierda de profesores y la misma mierda de estudios memorísticos en los dos sitios. La diferencia consistía más bien en que los derechos de matrícula eran bastante más elevados en Palmgrenska. Y además era un colegio mixto. En nuestro curso había veintiún chicos y ocho chicas. Anna era una de ellas. Los alumnos se sentaban de dos en dos en viejos pupitres. El profesor ocupaba la cátedra que estaba sobre una tarima en uno de los rincones. Ante nosotros se extendía la pizarra. A través de las tres ventanas se veía la lluvia, siempre la lluvia. En la clase reinaba la penumbra. Seis globos de luz eléctrica medían indolentemente sus fuerzas con la precaria luz solar. El olor a zapatos húmedos, ropa interior sucia, sudor y orina, se había quedado impregnado para siempre en las paredes y los muebles. La escuela era un establecimiento, un depósito, basado en un contubernio entre las autoridades y las familias. El manifiesto hedor del hastío se hacía a veces penetrante y, en alguna ocasión, asfixiante. La clase era un espejo en miniatura de la sociedad de poco antes de la guerra: pereza, indiferencia, oportunismo, adulación, prepotencia y alguna que otra gota confusa de rebeldía, idealismo y curiosidad. Pero a los anarquistas los mantenían a raya la sociedad, la escuela y el hogar Los castigos eran ejemplares y, con frecuencia, decisivos pata el futuro del delincuente. Los métodos de enseñanza consistían por lo general en castigos, premios e implantación de mala conciencia. Muchos de los profesores eran nacionalsocialistas, unos por estulticia o por resentimiento ante un ascenso frustrado en la carrera profesional, y otros por idealismo y admiración ante la vieja Alemania, «un pueblo de poetas y pensadores».
    En medio de esta gris resignación que reinaba en los pupitres y en las cátedras, había, como es natural, excepciones, seres inteligentes e indómitos que abrían puertas y dejaban entrar aire y luz. No eran muchos. Nuestro director era un hombre servil y ávido de poder, destacado arribista en la federación de sectas protestantes. Le gustaba predicar en la oración de la mañana proclamando lamentaciones pegajosas y sentimentales acerca de lo mucho que iba a sufrir Jesucristo si visitase Palmgrenska Samskola ese día, o bien sermones sobre política, tráfico o el avance epidémico de la cultura del jazz, con aterradoras visiones del infierno que nos esperaba.
    Lecciones no aprendidas, engaños, trampas, adulación, rabia reprimida y pedos ruidosos y apestosos constituían el desconsolador programa diario. Las chicas se agrupaban en una conspiración de cuchicheos y risitas ahogadas. Los chicos gritaban con sus voces llenas de gallos, en pleno cambio, se pegaban, daban patadas al balón, preparaban alguna chuleta o una lección pendiente.
    Yo estaba sentado en el centro de la clase aproximada mente. Anna estaba delante de mí, un poco a un lado, junto a la ventana. Yo la encontraba fea, como todos. Era una chica alta y gorda con hombros redondos, andaba mal, tenía unas tetas grandes, caderas poderosas y un trasero que se balanceaba al andar. El pelo era de color rubio ratón, corlo y peinado con raya al lado. Tenía los ojos asimétricos, uno marrón y otro azul, pómulos altos, labios gruesos y salientes, las mejillas infantilmente redondas y un hoyuelo en la bien formada barbilla. Desde la ceja derecha hasta el nacimiento del pelo tenía una cicatriz que se le ponía roja cuando lloraba o se enfadaba. Las manos eran cuadradas con los dedos romos y gruesos, las piernas largas y bien torneadas, los pies pequeños con el puente alto y le faltaba uno de los meñiques. Olía a muchacha y a jabón de bebé. Llevaba faldas marrones que le sentaban mal y blusas de seda cruda de color rosa o azul claro. Era una chica lista, rápida en las réplicas y buena. Las malas lenguas decían que su padre se había escapado con una señora de vida alegre. Se decía también que la madre de Anna vivía con un viajante de comercio pelirrojo que maltrataba a la madre y a la hija y que ésta iba al colegio con matrícula reducida.
    Anna y yo éramos dos solitarios, yo por raro y ella por fea. Nuestros compañeros no se metían con nosotros, no era cuestión de malos tratos.
    Un domingo nos encontramos Anna y yo en la sesión de tarde del cine Karla. Por lo visto a ella también le gustaba el cine y como yo iba con frecuencia. Anna, a diferencia de mí, disponía de bastante dinero para sus gastos y yo me dejaba invitar. Al cabo del tiempo Anna me dejó que la acompañase a su casa. El piso era grande pero viejo, y estaba situado en la esquina de Nybrogatan y Valhallavägen, en la primera planta.
    El cuarto de Anna era alargado y oscuro, los muebles eran una singular mescolanza, la alfombra estaba deshilachada y había una chimenea. Junto a la ventana, una mesa de escritorio blanca que Anna había heredado de su abuela. La cama era convertible, la colcha y los cojines tenían un dibujo oriental. La madre de Anna me recibió con cortesía pero sin cordialidad. En lo físico se parecía a su hija, pero tenía la boca amarga, el cutis amarillento y el pelo gris y ralo, cardado y peinado hacia atrás. El viajante de comercio pelirrojo no se vio por ninguna parte.
    Anna y yo empezamos a hacer juntos los deberes, la llevé a la rectoría, la presenté y, para mi sorpresa, fue aceptada con naturalidad. Probablemente la encontraron tan fea que no la creyeron un peligro para mi virtud. Se fue integrando gustosamente en la familia, los domingos cenaba con nosotros el habitual asado de ternera con pepino; mi hermano la observaba con miradas desdeñosas e irónicas, ella contestaba con presteza y valentía cuando le hacían preguntas y participaba en las representaciones de títeres.
    La redonda bondad de Anna reducía la tensión de mis relaciones con el resto de la familia.
    Lo que en cambio no sabía nadie era que la madre de Anna casi nunca estaba en casa por las tardes y que, sin apenas notarlo, los deberes escolares se fueron convirtiendo en confusos pero obstinados ejercicios en la chirriante cama.
    Estábamos solos, famélicos, llenos de curiosidad y éramos totalmente ignorantes. El virgo de Anna se resistía y la cama, que más parecía una hamaca, no facilitaba la operación. No nos atrevíamos a desnudarnos sino que hacíamos nuestras prácticas completamente vestidos, a excepción de las bragas de lana de Anna. Éramos descuidados y cautelosos, la mayoría de las veces yo eyaculaba en algún lugar entre su dura faja y su blando vientre. Anna, que era valiente y astuta, propuso que nos acostáramos en el suelo delante de la chimenea. Lo había visto en una película. Hicimos fuego con unos periódicos y unas astillas y nos despojamos de las prendas que nos estorbaban, Anna gritaba y se reía, yo me hundí en ella de un modo misterioso, Anna volvió a gritar, le hacía daño, pero me mantuvo apretado. Traté de liberarme como era mi deber, ella cruzó las piernas en torno a mi espalda, yo entré aún más adentro, Anna empezó a llorar, las lágrimas y los mocos le resbalaban por la cara, nos besamos con los labios apretados: «Me he quedado embarazada», musitó ella, «sentí que me quedaba embarazada». Reía y lloraba a la vez. Yo caí presa de un helado espanto, traté de hacerle recobrar el juicio, tenía que ir a lavarse inmediatamente y lavar también la alfombra. Estábamos los dos manchados de sangre, que había caído también en la alfombra.
    En ese instante se abrió la puerta del vestíbulo y la madre de Anna apareció en la habitación. Anna, sentada en el suelo, trataba de ponerse las bragas y meterse las voluminosas tetas dentro de la camisa. Yo me estiraba el jersey para ocultar unas manchas oscuras en torno a la bragueta.
    La señora Lindberg me dio una bofetada, me agarró de una oreja y me hizo dar dos vueltas por la habitación; después se detuvo, me dio otro bofetón y dijo con una sonrisa amenazadora que me cuidase muy mucho de hacerle un niño a su hija. Por lo demás podíamos hacer lo que nos viniera en gana con tal de que no le salpicase a ella. Dicho esto, me volvió la espalda y salió dando un portazo.


Yo no amaba a Anna puesto que el amor no existía donde yo vivía y respiraba. Seguramente había estado rodeado de mucho amor en mi niñez, pero había olvidado a qué sabía. No sentía amor por nadie ni por nada y menos aún por mí mismo. Los sentimientos de Anna estaban quizá menos deteriorados. Tenía alguien a quien abrazar y besar, alguien con quien jugar, un muñeco difícil, caprichoso y malo que hablaba sin parar, divertido en ocasiones y en ocasiones simplemente tonto o tan infantil que había que preguntarse si de verdad tenía catorce años. Alguien que, a veces, no quería ir por la calle con ella pretextando que ella era demasiado gorda y él demasiado delgado y que hacían el ridículo yendo juntos.
    En alguna ocasión, cuando la presión de la rectoría se hacía insoportable, llegué a pegarle; ella me pegaba a su vez, éramos igual de fuertes, pero yo estaba más enfadado y por eso nuestras riñas terminaban frecuentemente con ella llorando y yo marchándome.
    Siempre hacíamos las paces; una vez ella salió con un ojo morado, otra con el labio partido. Le divertía enseñar sus heridas en el colegio. Cuando alguien le preguntaba quién le había pegado, contestaba que se lo había hecho su amante. Todos se echaban a reír puesto que nadie podía creer que el escuchimizado y tartamudo hijo del pastor fuera capaz de semejantes explosiones de virilidad y temperamento. Un domingo, antes de la misa solemne, Anna telefoneó gritando que Palle estaba matando a su madre. Corrí en su ayuda. Anna abrió la puerta del vestíbulo. En ese preciso instante recibí un fulminante puñetazo en la boca que me tumbó de espaldas contra la repisa de los chanclos. El pelirrojo viajante de comercio, en camisón y calcetines rodaba por el suelo pegándose con la madre y la hija. Vociferaba que las iba a matar, que se iban a terminar de una vez las malditas supercherías, que estaba hasta los cojones de mantener a una puta y a su hija. Había agarrado por el cuello a la madre, cuyo rostro estaba congestionado y con la boca abierta. Anna y yo tratamos de sujetarle las manos, y por fin Anna se precipitó a la cocina en busca de un cuchillo gritando que le iba a matar. Él soltó la presa inmediatamente, me dio otro puñetazo en la cara, yo se lo devolví, pero no acerté. A continuación se vistió en silencio, se colocó el sombrero hongo ladeado, se puso el abrigo, tiró al suelo la llave de la casa y desapareció. La madre de Anna nos preparó café y bocadillos, un vecino llamó a la puerta para preguntar qué había pasado. Anna me llevó a su cuarto y examinó mis heridas. Me había desportillado uno de los dientes incisivos (en el momento en que escribo estas líneas todavía puedo notar la mella con la lengua).
    Para mí todo esto era interesante, pero irreal. Las cosas que pasaban a mi alrededor me parecían trozos de películas deshilvanados, en parte incomprensibles o simplemente fastidiosos. Descubrí con sorpresa que, si bien
mis sentidos registraban la realidad exterior, los impulsos no llegaban nunca a mis sentimientos. Mis sentimientos habitaban en un lugar cerrado y me servía de ellos cuando quería, pero jamás impremeditadamente. Mi realidad estaba tan profundamente escindida que había perdido conciencia de sí misma.
    Me he detenido en la trifulca del destartalado piso de la calle de Nybrogatan porque me acuerdo de todos y cada uno de los instantes, de los movimientos, de los gritos y las réplicas, de la luz que reflejaban las ventanas de la casa de enfrente. Me acuerdo del olor a comida y a mugre, del olor a fijador que despedía el rojizo y grasiento cabello del hombre.
    Me acuerdo de todo y de cada cosa por separado. Pero no hay ningún tipo de sentimiento unido a las impresiones sensoriales. Me pregunto si tenía miedo o si estaba furioso o avergonzado, si me sentía curioso o solamente histérico. No lo sé.

Ahora, con la solución en la mano, sé que habían de pasar más de cuarenta años antes de que mis sentimientos se liberasen del hermético recinto en el que vivieron encerrados. Yo vivía del recuerdo de los sentimientos, sabía reproducirlos bastante bien, pero la expresión espontánea jamás era espontánea, había siempre una fracción de segundo entre mi vivencia intuitiva y su expresión en sentimientos.
    Hoy, que me hago la ilusión de que estoy casi curado, me pregunto si hay o llegará a haber instrumentos capaces de medir y definir una neurosis que, de manera tan eficaz y acabada, representaba una ilusoria normalidad.
    Cuando cumplí quince años, Anna fue invitada a la celebración en el chalet amarillo de la isla de Smådalarö. La pusieron a dormir con mi hermana en una de las habitaciones del piso de arriba. Al amanecer fui a despertarla, nos escabullimos hasta la bahía y remamos en dirección al golfo de Jungfrufjärden, dejando atrás Rödudd y Stendörren. Remamos derecho hasta el golfo, en plena inmovilidad, en medio del resplandor del sol y del indolente oleaje que dejaba el Saltsjön, el vapor que, silencioso, hacía su recorrido matinal de la isla de Utö a la de Dalarö. Llegamos a casa a tiempo para el desayuno y las felicitaciones. Teníamos los hombros y la espalda quemados por el sol, los labios resecos y con sabor a sal, los ojos medio ciegos de toda aquella luz. Después de haber estado juntos más de medio año, habíamos visto por primera vez nuestra desnudez.



Ingmar Bergman
La linterna mágica
Tusquets, Barcelona, 1978, pp. 124-130



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