miércoles, 24 de junio de 2015

Casa de citas / Borges / El joven virgen

Borges y Estela Canto

Jorge Luis Borges
EL JOVEN VIRGEN

Borges se pone en manos de un doctor para curar su impotencia sexual aparente. Perverso relato de Estela Canto, una de las más famosas novias del escritor.


El doctor Cohen-Miller me dijo lo siguiente:

Borges distaba mucho de ser impotente, pero en el plano físico era víctima de una exagerada sensibilidad, un temor al sexo y un sentimiento de culpa. La excesiva sensibilidad podía irse normalizando con el andar del tiempo, a medida que él se adaptara a los hechos reales; el miedo iba a desaparecer por el matrimonio, que también aliviaría considerablemente la sensación de culpa. Para llegar a una relación normal lo mejor para Borges era casarse, ya que el matrimonio era un elemento importante en el contexto de su culpa.

Más adelante me relató una penosa experiencia de Borges en su primera juventud: en Ginebra, cuando tenía dieciocho o diecinueve años, Borges era un adolescente sensible, con dificultades de visión y de elocución. Alarmado por la timidez de su hijo, Jorge Borges preguntó a Georgie un día si había tenido ya contacto con una mujer. La pregunta, como he dicho, era casi normal en esa época. Georgie contestó que nunca había estado con una mujer. Como muchos otros caballeros argentinos de su generación, el señor Borges pensó que la situación debía solucionarse cuanto antes. Su hijo estaba retardado en el calendario. Del mismo modo que la virginidad de las mujeres debía guardarse a cualquier precio –un precio que incluía el onanismo, las prácticas lésbicas, la sodomía–, los varones debían iniciarse lo más pronto posible. Georgie había sobrepasado en varios años la edad establecida.

El señor Borges dijo a su hijo que él iba a tomar el asunto en sus manos. Tal vez el fantasma de la homosexualidad cruzó por su mente, llenándola de pánico, impidiéndole comprender que lo que estaba planeando en ese momento estaba más cerca de la homo que de la heterosexualidad. Era un gesto para los hombres, una demostración ante ellos de que uno pertenecía al clan de los varones. No era un gesto para acercarse a las mujeres, sino un acatamiento del mundo masculino y sus exigencias. Seguramente se mostró severo. Tal vez reprochó a su hijo el largo tiempo que se había tomado en asumir su virilidad. Cohen-Miller creía que el padre se había mostrado apremiante. Estaba muy bien vivir en las nubes, interesarse en los libros y en los arcanos del universo, pero ante todo un hombre tiene que ser un hombre. Y, para los sudamericanos, no hay más que una manera de probar la hombría. Por otra parte, ¿cómo era posible que Georgie no hubiera reaccionado ya ante las presiones que exigen la desfloración de un adolescente en un lupanar? ¿Cómo era posible que Georgie no se sintiera incómodo por su desajuste ante la sociedad? Los tropismos tribales de la llanura a la cual se llega por un río “de sueñera y de barro” se imponían una vez más. Una cosa es lo que se lee en los libros; otra es la realidad. Hacia 1920 había escritores, libros, movimientos que se oponían a la profundas verdades viscerales de las pampas. Pero no había que tomarlos en cuenta. Eran un ornamento, algo que demostraba la cultura y el refinamiento de los argentinos, pero no eran la verdad. La verdad era la iniciación forzada, el movimiento mecánico del macho trepado al cuerpo de una hembra alquilada, el rencor implícito y el desprecio a esa mujer por ser mujer.

De tal modo que, con este enredo dentro de su confundida alma, el señor Borges anunció a su hijo, pocos días después, que había encontrado la solución para su caso. Le dio una dirección y le dijo que debía estar allí a una hora determinada. Una mujer le estaría esperando.

Georgie salió a pie, como ya era su costumbre, para considerar la situación y llegar al lugar del modo más natural, sin apremios ni presiones. Estaba abrumado por los reproches de su padre. Tal vez en Georgie, normalmente tan sometido, se produjo una oscura rebelión de la carne contra el acto que le imponían; tal vez la certeza del fracaso estuvo en él antes del fracaso. Tal vez ese fracaso haya sido su manera de oponerse a lo que rechazaba hondamente en su alma y sus entrañas. En todo caso, una idea le cruzó la mente: su padre le había ordenado acostarse con una mujer que él, Georgie, no conocía. Si esa mujer estaba dispuesta a acostarse con él era porque había tenido ya relaciones sexuales con su padre. Esta clase de favor íntimo –aunque se trate de una prostituta– no puede pedírsele a nadie con quien no se tengan contactos íntimos. Su razonamiento fue lógico y preciso; tal vez no haya sido cierto, pero fue lo que él creyó. Él no tenía ninguna duda al respecto.

Llegó a la casa, vio a la mujer y, como era natural, no pasó nada.

Aparte de la brutalidad del hecho escueto –suficiente para provocar impotencia en un adolescente de sentimientos delicados–, allí estaban las imágenes que surgían en su mente. La mujer que se le ofrecía era una mujer que él iba a compartir con su padre. La reacción de su cuerpo y su alma fue natural. Éste era su “destino sudamericano” de fracaso y de muerte, como habría de decirlo en su célebre Poema conjetural, donde tantas cosas acechan entre líneas. También fue, sin que él lo supiera, una protesta, un desafío. Demostraba así que él, Jorge Luis Borges, era diferente, que a él había que aplicarle otros cánones.

Pero esto quedó ahogado en algún repliegue de su mente, oculto en el centro del laberinto. Lo que salió de aquí, ruidosamente, fue la más humillante de las palabras: impotencia. Nadie pensó –pese a que las teorías y los métodos de Freud estaban ampliamente difundidos esos días– en los aspectos puramente psíquicos del problema. Sus padres pensaron, con la habitual grosería de esa generación materialista, que estaban ante un caso de deficiencia física. Tónicos, reconstituyentes, medicamentos le fueron dados para fortalecerlo; tenía un hígado débil... ¿No sería el hígado la causa? En consecuencia, se le hizo un tratamiento por deficiencia hepática. Era una falla del cuerpo, no un repliegue del alma.

Quedó doblemente humillado. No había podido cumplir la orden de su padre; era un incapaz, un impotente.

Ya he dicho que no era esto lo que pensaba el doctor Cohen-Miller. Con la manera cruda y directa de los médicos al tratar estos temas, me dijo: “Creo que si esto se arregla, y si usted colabora, se va a arreglar, tendrá usted hombre por muchos años.”


Estela Canto 
Borges a contraluz
Madrid, Espasa, 1989, págs. 114-117





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