TATUAJE
Ostia, 21 de febrero de 2025
Mi hermano y yo tenemos diferentes maneras enfrentar el rencor. Mientras él no se deja envenenar y permite que las cosas fluyan, yo acumulo la rabia. Vivo del rencor. Lo mantengo intacto a través de los años. Un siquiatra dirá que es el combustible de mi depresión.
Hablamos de nuestro padre y de Ramiro mientras prepara el lugar para un nuevo tatuaje. Hace unos días hizo mi firma en mi antebrazo y hoy vamos con un gato. Lo pensé siete años. Le temía al dolor. Me decidí luego de llegar a Italia y como una manera de recordar para siempre este viaje. Mientras Jaime marcaba una letra tras otra y sentía que una hojilla desgarraba mi piel, juré que nunca más me arriesgaría a otro tatuaje. Al día siguiente Jaime mencionó que un gato encima de la firma se vería maravilloso y empecé a pensarlo. Con razón dicen que los tatuajes son adictivos.
Lo decidí esta mañana es la estación Tiburtina. Como mañana viajo a Venecia, hice el recorrido para evitar un tropiezo mañana y no perder los tiquetes. A las cinco y cuarto de la madrugada estaba en la Piazza Duca di Genova, el autobús llegó dos minutos después y fui a la terminal Lido Centro. Ahí esperé el Maremetro que viene de Cristiforo Colombo y concluye treinta minutos después en Piramide, también conocida como estación San Paolo. Busqué la línea B con dirección… y me bajé en Tiburtina. El lío es salir de una estación tan enorme. Estuve perdido unos minutos, pero al fin llegué, y más por sentido común que por conocimiento encontré el paradero de los autobuses con destino a Venecia. Estaba por salir uno para Pompeya y otro para Nápoles, y vi llegar uno de Milán. Tantos destinos pendientes. Entonces regresé a Ostia: la línea B con dirección Laurentina, y en Piramide, el Metromare. No había aclarado cuando llegué a la Piazza de Duca, donde comienza la Vía degli Aldobrandini, precisamente con el edificio donde me alojo. Fui a un chinese cercano y compré dos libretas y unas hojas para dibujar. Mi hermano Jaime seguía durmiendo. Tuve que esperar un rato para contarle que había tomado la severa decisión de otro tatuaje. Desayuné y comencé a dibujar gatos. Cuando se los mostré, Jaime buscó otros en el celular, y dos horas después de mediodía ya teníamos el gato definitivo. Hicimos almuerzo y manos a la obra.
Le pregunto si asistió al funeral de nuestro padre y dice que no. Nuestra hermana Nelly le avisó temprano en qué funeraria estaba y fue a verlo antes de que llegaran los demás. No quería encontrarse con Ramiro, la oveja negra, ni con Marta, la rezandera, una de las que fueron el motivo de una frase inmortal de mi padre: “Qué haremos, de putas a santas”. Jaime precisa que “de putas a monjas”. La idea es la misma, en todo caso.
Mientras encinta el cojín donde apoyaré el brazo, le cuento a Jaime que no fui al funeral ni a la velación. Lo había decidido muchos años atrás, pero esperaba que la noticia fatal me sorprendiera durante uno de mis viajes para justificar la conciencia con la distancia. No fue así. Mantuve la decisión y no me sentí mal. No me arrepiento. Dejé de querer a mi padre, déspota y borracho, cuando era niño. Ya desde la adolescencia lo evité y rara vez hablamos. En la calle fingía no conocerme. Con Jaime tuvo mucho más trato. Él y Rubén trabajaron juntos en la herrería y mi padre terminó robándolos. La herrería, después de tantos años, sigue en manos de nuestro hermano Rubén.
“Con rencores, uno se quema”, dice Jaime. “Yo fui rebién con el man”, agrega, refiriéndose a Ramiro, la oveja negra. Me entero que lo visitaba en la cárcel. Pensé que mi padre era la única visita. Le dieron la oportunidad de reformarse en una de sus salidas y durante un breve tiempo Los tres hermanos trabajaron en la herrería. Jaime, Darío y Ramiro. Papá solamente pasaba a recoger dinero para continuar su eterna borrachera. Las cosas con Ramiro no fueron fáciles. Se comportaba con la altanería de los rufianes, desafiando la experiencia del oficio de sus hermanos, hasta que una noche se robó la herramienta de la herrería. Un robo grande. Lo echaron, por supuesto. Intentó convencer a Álvaro, otro hermano, para que condujera un camión en un asalto. Un tipo peligroso. Pasaba más tiempo en la cárcel que fuera. Él mismo decía que tenía el demonio por dentro. Intentó reconciliarse conmigo pero lo rechacé. Un hombre así, acostumbrado al dinero fácil, no vuelve al redil de la esclavitud. No tuvo una profesión ni fue a la universidad. Al final, acosado por la enfermedad, parece que mostró algún arrepentimiento, al menos con Jaime. Fue al hospital por un mal menor y le descubrieron un cáncer. Murió tres meses después. Estaba construyendo una casa en un lote que le dio la hermana rezandera. Dejó dos perros, que se quedaron con Nancy, otra hermana. No pregunto por el lote. No me importa.
Jaime prueba en mi brazo la primera de las cinco plantillas recién impresas. El gato queda demasiado pegado a la firma. Borra y prueba la segunda, que queda en su punto preciso. Alista la aguja siete, que da un trazo más delgado que la nueve, usado en la firma. Todo lo hace con los guantes puestos. Encinta la máquina por cuestiones de bioseguridad.
Otra revelación es la complicidad de nuestro padre con Ramiro. “Llegaba con gallinas y con ajos y no le decía nada”, dice Jaime. En cambio, a Álvaro casi lo mata porque robó dulces en la tienda de un vecino. Lo colgó de una viga y lo encendió a palo. Para tales tareas mantenía a la mano un chucho con tres tiras de cuero con un mango de madera. Con un lazo amarró a Álvaro de la cintura, arrojó el lazo por encima de la viga y haló hasta que el cuerpo de nuestro hermano quedó en el aire. Y dio rienda suelta a su sadismo. “Casi lo mata”, precisa Jaime, testigo de los hechos. Y agrega que nuestra horrorizada madre llegó a proteger a Alvaro, levantando su cuerpo con ambos brazos, y mi padre la incluyó en la paliza. Sin la ayuda de mamá, tal vez Alvaro hubiera muerto. Aprisionado por el lazo o aplastado por los golpes. Jaime lo recuerda medio muerto.
Todo está listo. Jaime sube el volumen al tema de Pink Floyd, “Money”, entinta la aguja en la copa y empieza a tatuar el gato. Ya lo puedo distraer con más preguntas. Me sumerjo en el delirio de la música para distraer el dolor.
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