Maradona según Ordoñez |
Mario Jursich Durán
MARADONA
Confieso que el tema de Maradona me producía jartera negra y por eso me abstuve hacer algún comentario. Sin embargo, acabo de oír una entrevista con el director del Instituto de Recreación y Deporte, en la que ese peón de estribo del petrismo tiene la genial ocurrencia de afirmar que al futbolista lo invitaron dizque por su "sentido de la familia, el criterio de la amistad y su simpatía por las causas sociales”. No me detendré en los dos primeros puntos; hasta gente completamente alejada del fútbol sabe que Maradona tuvo un hijo con la italiana Cristina Sinagra y que no obstante las pruebas de ADN se pasó diez años negando tercamente al muchachito. (En el 2007, con cámaras de por medio y llorando –como corresponde--, confesó que había sido “un error terrible” de su parte negar a la sangre de su sangre).
Incluso, ya entrados en gastos, ni siquiera le dedicaré particular interés a la fervorosa pasión de Maradona por la cocaína. Nadie ignora que Maradona es un adicto y que, como todos los adictos, prefiere ser un cínico antes que lidiar con los problemas de su tormentosa vida. En el 96, cuando esnifaba prácticamente desde el amanecer hasta el anochecer, no solo no tuvo el menor reato en encabezar la campaña "Sol sin Drogas" de la secretaría argentina del deporte, sino que se hizo nombrar ¡embajador de Unicef! justo cuando aparecía en todos los televisores del mundo diciendo que su hijo italiano era "una mentira de los inescrupulosos periodistas". (Ah, las delicias de la ironía).
Sobre lo que sí quiero decir algo es sobre el mito, tan difundido entre la izquierda, de que Maradona es un luchador consciente contra el poder establecido y que puede y debe considerársele un rebelde social. Conozco algo la biografía del jugador argentino y todo lo que yo veo allí es el retrato de un nuevo rico. Ejemplos: a Maradona le encanta decir ante los micrófonos que él es “un villero”, un “cabecita negra”, “que viene de muy abajo” y que “nunca renegó de su origen”. La verdad es bien distinta: se sabe que prácticamente nunca ha vuelto a Villa Fiorito, el barrio de su infancia, y que ha sido tremendamente mezquino con Argentinos Juniors, el club donde debutó para el fútbol. La única villa miseria con la que al parecer sigue teniendo contacto es el Bajo Flores, pues allá están sus proveedores de cocaína.
Esa misma retórica del triunfador que evoca nostálgicamente sus comienzos en el lado negro de la vida, se encuentra en todas sus declaraciones. Recuerdo que hace años le dijo a un periodista de su país que añoraba tomar el colectivo 49, o el 28, para ir de visita a Pompeya o al Parque de los Patricios. Pero justo cuando lagrimeaba esas declaraciones, se presentaba a los entrenamientos montado en un Porsche, un Ferrari, un Mercedes Benz, un Rolls-Royce y hasta llegó a aparecerse montado en un camión sueco Scania 360. (Búsquenlo en Internet y verán el tamaño de su nuevo riquismo).
Eso para no hablar de su afición a los trajes metalizados de Versace y a las estolas de visón y de mink con que suele aparecer en eventos nocturnos y que lo delatan como el corroncho fanático de las marcas de moda que en realidad es.
¿Por qué los organizadores de la Cumbre por la Paz no aceptan, someramente, que fue un error haberlo invitado? ¿Por qué es necesario inventarle méritos inexistentes y no ser claros con cuánto dinero se le pagó por sus asistencia? No sé a ustedes, pero a mí lo que me enerva no son las metidas de pata del jugador argentino –finalmente, eso no es responsabilidad de quienes lo trajeron–, sino que nos crean, como nos cree el director del IDRD, unos tristes pendejos.
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