Gastón en su último y feliz día |
Marina Perezagua
GASTÓN
Conocí a Gastón durante mis cursos de doctorado. Yo maldecía en español al candado de mi bicicleta, que se me había quedado atascado y llevaba media hora sin querer abrirse. Al escucharme, se paró y me dijo que había oído que echando un poco de Coca-Cola en la ranura, los candados terminan por ceder. Fue a comprar una lata. Vertió un poco sobre el hueco de metal y, como por arte de magia, el candado se abrió. Todo era así con Gastón. La vida se solucionaba a su paso. Me corregía en veinte minutos ensayos que yo había tardado días en escribir. Era conocido en todo el campus porque con aparentemente poco esfuerzo, resolvía problemas, y aun le daba tiempo para alegrar las fiestas. Por eso, le convertí en mi compañero de natación. Nadábamos juntos porque, a pesar de lo que parecía, Gastón, a veces, se cansaba, y le dolía la espalda no ya por las malas posturas al estudiar, sino por ese cargar con el peso de los otros.
Cuando terminó el doctorado, Gastón decidió volver a la Argentina. No seas tonto, le decíamos todos, con tu currículo y tu cabeza, en Nueva York te espera un futuro brillante. Pero él quería volver al campo, y comprar muchas vacas. Sufrí su ausencia, pero nunca me abandonó. Sin embargo, el último mensaje que me escribió, lo dejé sin contestar. Suelo tomarme un tiempo en responder a la gente que más me importa porque me gusta hacerlo con calma. Cómo iba a pensar que durante las semanas siguientes los mecanismos de la vida de mi amigo comenzarían a detenerse hasta pararse por completo en el fondo de un acantilado. Se había quedado dormido mientras conducía. Acaso, pensando en su rebaño.
“Guapita”, comenzaba siempre sus mensajes, y también siempre terminaba del mismo modo: “Ya sabes que cuando quieras, te envío un billete de avión y te vienes a descansar una temporada conmigo en la Patagonia”. La Patagonia, con mi amigo Gastón, fue siempre ese sitio al que me agarraba cuando Nueva York comenzaba a pesar demasiado, normalmente en diciembre o enero, cuando el invierno, como si de una depresión se tratara, parece que nos sale de dentro y no nos dejará nunca.
Días después de conocer su muerte pasé por una peluquería de mi barrio en cuya puerta, siempre, descansaba un perro que me encantaba acariciar. La dueña me miraba desde dentro y me sonreía. Pero aquel día algo había cambiado en el animal desde la última vez que lo vi. Estaba excesivamente delgado.
–¿Cómo se llama? –pregunté.
–Gastón –respondió.
Gastón, el segundo Gastón que conocía. Sin dejar de acariciarlo, le pregunté a la dueña qué le pasaba.
–Una diabetes repentina. No sufre, pero se me está muriendo.
Acostumbrada a ver al animal siempre sano, joven, atento a los movimientos de la calle, me impresionó mucho tocarle así, enflaquecido. Al pasar la mano por su lomo noté cada pequeño hueso.
–La gente me dice que me estoy gastando mucho dinero en costes veterinarios. Pero mientras tenga apetito y ganas de vivir, no lo sacrificaré.
Durante muchos meses seguí pasando por la peluquería para acariciar a Gastón. Su dueña, supe en aquellas pequeñas charlas, se llamaba Franca. Es muy bella, pero me fijé especialmente en sus manos un día que, también ella, acarició a mi perro. Eran unas manos delicadas pero fuertes, hechas para acariciar, pensé, entrenadas en el laborioso trabajo de cuidar y masajear las cabezas del barrio. Me contó que vivía pendiente de los cuidados del perro. Le curaba las llagas que le salían por el roce del cuerpo flaco con el suelo. Dormía con él en la cama y hasta llegó a gustarle el olor de su enfermedad.
Hoy, al pasar por la peluquería, Gastón no estaba en la puerta. Pregunté. Ayer por la tarde el veterinario, anticipando un shock renal doloroso, recomendó su sacrificio inmediato. Entonces Franca me contó cómo habían sido las últimas horas de Gastón. Por la mañana temprano, lo llevó a su playa preferida, de la cual le había separado cuando enfermó para proteger sus débiles defensas. Hacía ya tiempo que no podía correr, pero al tirarle una piedra llegó hasta ella despacito, y con la misma alegría. Se acercó a la orilla del mar. Metió las patas delanteras en el agua, olió con su hocico en dirección al horizonte, y excavó un poquito en la arena.
Todavía con arena y humedad marina en su pelaje, Gastón estaba unas horas después en la camilla del veterinario. No tenía miedo porque se había acostumbrado a los chequeos regulares. Le pusieron la primera inyección. Al ponerle la segunda, Franca colocó la mano en el corazón de su perro, hasta que sintió el último latido.
Al conocer la historia también yo, después de tanto tiempo sintiéndome culpable por no haber respondido aquel email, he descansado. He notado que en el corazón de ese perro estaba el corazón de mi amigo, que durante meses ha estado sentado en la puerta de la peluquería mientras yo le acariciaba pensando que se llamaba igual que mi salvador de la Patagonia, sin sentir, hasta hoy, que con mis caricias estaba respondiendo el mensaje que le debía. Así de generoso fue Gastón. Capaz de esperar muchos días sentado como un perro enfermo para darme la oportunidad de decirle adiós.
Aquí la foto de su último y feliz día
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