Me llamo Benhur Sánchez Suárez. Soy escritor y casi toda mi vida ha discurrido alrededor del libro. Esta situación especial me enorgullece, pues pocos en Colombia pueden exhibir la fortuna de una formación y una experiencia semejante.
Empecé temprano, porque me cupo en suerte ser seleccionado para dos premios nacionales de novela en la década de los años 60, cuando no me conocían ni en mi casa. Tenía entonces 21 años. Estas figuraciones me abrieron la posibilidad de publicar mis primeros libros en las más importantes editoriales del momento en Colombia, como Plaza y Janés colombiana y la Oveja Negra. Y en el exterior en Planeta, en Barcelona, España.
Casi puedo decir que el libro ha moldeado mi vida. Porque a lo largo de cincuenta años lo he escrito, diseñado, ilustrado, publicado, divulgado y conservado. Fui director de arte de Editorial Voluntad, por ejemplo. También oficié como director editorial de Educar Editores. Las dos empresas con los textos escolares y educativos como fundamentos de su acción editorial. En ambos casos estuve cerca de la presentación artística de los libros y de la planeación y decisiones editoriales. Aprendí que ser editor es, en últimas, decidir qué debe leer la sociedad a la cual uno pertenece. Y esta es una responsabilidad muy grande y muy honrosa.
Después pasé a trabajar al departamento de publicaciones del Banco de la República. Ya avanzábamos en la década de los años 80. Un día el Banco decidió desaparecer de su estructura el departamento y fui trasladado a su área cultural. Nada menos que a una biblioteca, la Biblioteca Luís Ángel Arango, en Bogotá. Me unté de usuarios y de investigadores, me embriagué de libros en sus sótanos, donde más de un millón de volúmenes dormían el sueño de la espera. Hasta que un buen día me volvieron a trasladar, esta vez a dirigir la Biblioteca Darío Echandía, en Ibagué, en el departamento del Tolima. Ahí culminé mi vida laboral hace algunos años.
Mi ciclo del libro quedó completo porque terminé dirigiendo una biblioteca.
Pero no todo ha sido color de rosa.
Cuando oficiaba como bibliotecario, corrían los años de la década de los 90, ya retirado de lo que significa la edición del libro y, por supuesto, desactualizado en sus detalles, descubrí que ese mundo editorial se había transformado. Y mucho. Es claro que yo había seguido escribiendo y tenía novelas, cuentos, ensayos y un sinnúmero de textos que consideraba podía compartir con un público mayor que mi familia y mis amigos o los antiguos lectores de mis primeros libros. Uno de los cambios que noté hacía referencia a la predilección de los editores por lo económico, por encima de lo literario. Su voracidad por vender productos se había vuelto casi insaciable. Y así, como cualquier principiante, comencé por ser rechazado en las editoriales para publicar mis nuevas obras o reeditar las anteriores. Me decían que estaban muy bien escritas pero que no encajaban en las políticas editoriales de sus empresas.
Esa fue una disculpa que nunca pude entender. Sólo comencé a aterrizar cuando comprendí que para el propósito que ahora los guiaba ya no importaba la artisticidad del original, la calidad literaria del texto, sino el artificio de la moda, la banalidad del instante, el goce de lo superficial, la explotación de la noticia, entre más truculenta más impactante y con más posibilidades de ventas masivas, millonarias.
El mundo se había globalizado y mi calle, que había transitado con orgullo, ahora era una callejuela anónima de una ciudad invisible y desproporcionada, con invasión de libros de todas latitudes. Y si antes era difícil publicar, ahora se volvía un propósito casi imposible.
Como yo no podía quedarme con el honor de haber sido publicado con cierta profusión en años anteriores, en editoriales de renombre, tenía que buscar que mis nuevos trabajos, y por supuesto ni nombre, volvieran a ser ofrecidos en librerías para lograr la comunicación que, en últimas, busca toda literatura.
También descubrí, por entonces, lo duro que es buscar editor y encontrar las puertas cerradas, sentir que quienes me habían conocido y ponderado mi literatura se hacían los indiferentes y no contestaban mis cartas, mis correos electrónicos ni mis llamadas telefónicas. Como yo, cientos de escritores eran presa del rechazo y del maltrato que supone la indiferencia de quienes consideramos el vehículo natural para tender el puente entre lo escrito y un público lector.
Probé con hacer un libro manual aprovechando la tecnología. Para mí era importante conocer qué respuesta había para mis nuevos textos y propuestas literarias. Y hacer libros en mi computador personal fue una experiencia maravillosa porque aquel título, Cuentos con la Mona Cha, llegó a seiscientos ejemplares distribuidos y vendidos. Seiscientos ejemplares fabricados a mano en todo su proceso. Aún me parece increíble que los haya logrado fabricar en mi casa, hasta altas horas de la noche. Sin embargo, entendí que había dado en el clavo. Frente a la globalización la alternativa era la glocalización, es decir, no era pensar en millones de ejemplares que invadieran el planeta sino en ediciones pequeñas pero efectivas que llegaran a unos lectores perfectamente localizados. Mi alegría duró poco pues hacer dos o tres títulos ya era un cuello de botella, un reto gigantesco para una sola persona.
De esa hecatombe vinieron a salvarme las llamadas editoriales independientes. En Bogotá me publicó La Serpiente emplumada, y en Ibagué, donde resido en la actualidad, Pijao Editores y Caza de Libros. Y, en verdad, siento que valió la pena haber aprendido tanto. El libro sigue siendo mi horizonte.
Ibagué, Altos de Piedrapintada
8 de diciembre de 2019
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