martes, 3 de enero de 2023

Casa de citas / Alberto Salcedo Ramos / Jorge García

Jorge García Usta, Héctor Rojas Herazo y Alberto Salcedo Ramos

Alberto Salcedo Ramos

JORGE GARCÍA USTA


Hoy amanecí recordando a Jorge. 

Y me puse triste.

Y se me salieron las lágrimas

En fin. En fin.

(Soy el único sobreviviente de esta foto tomada un día en que reímos mucho y comimos patacones)

El poeta Juan Manuel Roca me dijo una noche que, después de cierta edad, uno empieza a tener más amigos en los cementerios que en los bares.

Mi primer amigo en el cementerio fue Jorge García Usta, ese hermano mayor que la muerte me arrebató de manera prematura. 

Lo conocí en el periódico El Universal a finales de 1985. Entonces escribía sentado a horcajadas con las piernas a ambos lados de la silla, como si estuviera domando un potro muy brioso. 

Ya en aquel momento, a sus veinticinco años, parecía haberse leído todos los libros del mundo. Acaso por eso yo lo percibía como un señor precoz, pese a que tan solo me llevaba tres años. 

Como además tenía vocación de pedagogo, reconstruía mis textos con un bolígrafo azul mordisqueado en la punta. Entre tanto, iba reflexionando en voz alta. La precisión en el lenguaje – decía – no es un lujo sino una necesidad. En este punto citaba a Mark Twain: “la diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta es la misma que entre el rayo y la luciérnaga”.

Era esencialmente irónico. En 1991 salió al mercado el libro que escribimos juntos: Diez juglares en su patio, reportajes sobre músicos populares del Caribe. Entonces un diario publicó una foto enorme de la portada, encima de una reseña insulsa. Al verme contrariado soltó esta broma estupenda: 

-- Hombre, no seas inconforme. Nos publican la foto de la portada, ¡y tú quieres que además se lean el libro!

Al lado de Jorge viví muchas situaciones divertidísimas que se han inmortalizado en mi memoria como evidencias de la chispa Caribe. Ante nosotros Héctor Rojas Herazo definió a cierto poeta grandilocuente como un tipo que “no hace poesía: lo que hace es fregarle la paciencia al crepúsculo”. 

En otra ocasión le oímos a David Sánchez Juliao el cuento de un conocido político barranquillero que, en vísperas de unas elecciones, pronunció un discurso en el Paseo Bolívar. “Les juro”, habría dicho el político mientras le mostraba a la audiencia los bolsillos vacíos del pantalón, “que por aquí jamás ha entrado un solo peso robado”. Entonces alguien del público le gritó: “no joda, loco, ¿estás estrenando pantalón?”

Mi hermano Jorge me regaló dos libros de Norman Mailer y uno de Thornton Wilder, me acercó por primera vez a la obra de Gay Talese, me obsequió un disco de los Gaiteros de San Jacinto, me presentó a la cantante Totó la momposina, me recordó que con la palabra se puede desarmar al verdugo como hizo Sherezade. 

Era un maniático del rigor. “Si ves que te brota fácil”, sentenciaba, “algo debe estar fallando”. Creía en el dogma de Sábato: a un escritor no sólo lo conocemos por lo que escribe, sino también por lo que borra.

Murió en diciembre de 2005, debido a un accidente cerebro-vascular. Y desde entonces tengo claro que, tal y como dice García Márquez, la muerte no es un asunto relacionado con tumbas y gusanos, sino un suceso que nos hace perder a los amigos.





 

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