Poeta en Nueva York
Benjamín Prado
4 de noviembre de 1999
El catorce o el quince de julio de mil novecientos treinta y seis, el escritor José Bergamín no estaba en su despacho de la revista Cruz y raya, de manera que Federico García Lorca, que había ido a buscarlo para charlar de cierto asunto, le dejó sobre su mesa un paquete -o tal vez fuera un sobre-, y una nota: "Querido Pepe: He estado a verte y creo que volveré mañana". Pero, por desgracia, Lorca no volvió ni al día siguiente ni nunca: prefirió marcharse de Madrid, coger el tren e irse a Granada en busca de su muerte, volver al lugar en donde le esperaban sus asesinos. Aquel paquete o sobre contenía el manuscrito del mejor libro de poesía escrito en castellano durante este siglo que se acaba, Poeta en Nueva York, y desde entonces, desde aquella mañana en la que el genio anduvo casi por última vez sobre las calles de esta ciudad a la que se acercaba con sigilo de lobo la catástrofe de la guerra civil, todo ha sido un misterio: ¿Dónde fueron a parar esos documentos? ¿Los tenía Bergamín? Si no los tenía, ¿a quién se los dio y por qué? Y, si los conservaba, ¿qué razón impedía que los hiciese públicos? Los especialistas en la obra de Lorca lo asediaron durante años con esas preguntas, sobre todo después de comprobar que las ediciones simultáneas de la obra que aparecieron en mil novecientos cuarenta en las editoriales Norton, de Nueva York, y Séneca, de México, tenían notables diferencias. ¿Cómo es posible, si los dos originales partieron de Bergamín, que uno de los volúmenes tuviese más poemas que su presunto gemelo o que ciertos versos fueran distintos?Bergamín juraba una y mil veces no saber qué había ocurrido, negaba haber alterado los versos o la estructura de la obra, se mantenía en sus trece ante cada ataque y cada acusación. Si, cualquiera de las tardes que se sentaba en su café predilecto de la Plaza de Oriente o en su restaurante favorito, siempre en el mismo rincón, alguien le mencionaba el tema, lo más fácil era que montase en cólera. Prefería hablar de otras cuestiones, de su proyecto de hacer un programa de televisión en el que entrevistaría a cada una de las estatuas de los reyes godos que hay frente al Palacio Real o de su felicidad absoluta por haber conseguido convertirse en lo que siempre, decía, quiso ser, desde niño: un viejo verde.
¿Dónde está el manuscrito de Poeta en Nueva York? Si dice usted que se lo dio a Eduardo Ugarte, gran amigo de Lorca, ¿cómo es que su viuda no lo encuentra? ¿No será que lo conserva en una caja fuerte? ¿No será que lo alteró tanto que teme que alguien lo descubra?... Puede que el autor de Esperando la mano de nieve se fuera de Madrid huyendo de todo eso, harto de contar una y mil veces la misma historia: "Cuando salí de España, el manuscrito se quedó en Madrid. Mi secretaria, Pilar, lo recogió junto a otros papeles y me lo llevó a París. Los que se ocuparon de imprimirlo fueron mi cuñado Eduardo Ugarte y el poeta Emilio Prados"... La verdad es que sus explicaciones no tuvieron mucho éxito, hasta el punto de que llegaron a publicarse ensayos de espíritu entre erudito y detectivesco en los que, más o menos, se le acusaba de mentir, de ocultar pruebas, de ser un tramposo, un egoísta, un irresponsable. Debía de ser igual que andar de un lado a otro con un ataúd a cuestas.
Ahora, tantos años después, dicen que por fin ha aparecido el manuscrito de Poeta en Nueva York; que lo tenía alguien en México; que se subastará el próximo día veintinueve en Londres, su precio de salida es de cuarenta y cinco millones de pesetas y el Gobierno español intentará hacerse con él para guardarlo en la Biblioteca Nacional. Y otra cosa más: dicen también que, por lo visto hasta este momento, el original de Federico García Lorca no ofrece grandes divergencias con el aparecido en el año cuarenta en la editorial Séneca; que le da la razón a Bergamín en casi todo y corrobora la mayor parte de sus afirmaciones. ¿Será verdad? Y si lo es, ¿escribirá el mismo profesor, que quizá lo acusó en vano, otro libro arrepintiéndose de su injusticia, revocando sus teorías? En cualquier caso, no creo que Madrid tenga una manera mejor de despedir el siglo XX que trayendo a la Biblioteca Nacional Poeta en Nueva York, un libro que resume y excede todas las ciudades, que expresa como ningún otro la desolación, el miedo, la soledad de las multitudes, el terror de las plagas que devoran a los hombres, que los hieren o los destruyen cuando la mezquindad, el odio o la calumnia caen sobre ellos lo mismo que langostas hambrientas.
Ya lo decía el propio Bergamín: "En todo lo que miras/ y lo que escuchas/ no verás ni oirás cosa/ que sea segura./ Todo es mudable./ Y lo más hacedero/ más se deshace".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 4 de noviembre de 1999
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