BIOGRAFÍA
CASANOVA
Es un proceso siempre misterioso. La verdad es siempre mucho más misteriosa que nuestros pensamientos. Todo comenzó hace cinco años. Dino de Laurentis, productor de La Strada y Las noches de Cabiria, deja Italia para establecerse en Estados Unidos y me pide, por amistad, que firme un contrato con él, para que pueda utilizarlo como tarjeta de presentación en América. Quiero mucho a De Laurentis. Es un hombre que goza de una especie de energía animal, de salud brutal, pero que no sabe canalizar toda su humanidad, todo su entusiasmo. ¡Menudas peleas las nuestras! En resumen, le firmo el contrato y De Laurentis insiste en que le dé un título para esa supuesta película. «Dame un título», me dijo. Para satisfacer a un determinado productor y que me permitiese hacer las películas que yo quería, les avanzaba títulos, como Satiricón, Decamerón y cosas por el estilo. No era la primera vez que hacía algo parecido. No es que hubiese leído esas obras y me hubiesen entusiasmado, lo único que me quedaban de ellas eran vagos recuerdos escolares.
Para conseguir el dinero para poder rodar Giullieta de los espíritus, le prometí al productor un Satiricón. Y la verdad fue que la lectura tardía de Petronio me proporcionó una fuerte emoción ¿Por qué no hacer lo mismo con Casanova? Entonces, rodé Amarcord y, después comencé a leer las Memorias de Casanova. ¡Qué desastre! ¿Qué podía tener yo en común con ese tipo? No es un artista, nunca habla de la naturaleza, de los niños, de los perros, de nada. Su obra es una especie de anuario telefónico. Es un contable, un estadístico, un playboy de provincias que cree haber vivido, pero que, en realidad, nunca ha nacido; que ha deambulado por el mundo sin existir jamás, fantasma errante a través de su propia vida.
Para conseguir el dinero para poder rodar Giullieta de los espíritus, le prometí al productor un Satiricón. Y la verdad fue que la lectura tardía de Petronio me proporcionó una fuerte emoción ¿Por qué no hacer lo mismo con Casanova? Entonces, rodé Amarcord y, después comencé a leer las Memorias de Casanova. ¡Qué desastre! ¿Qué podía tener yo en común con ese tipo? No es un artista, nunca habla de la naturaleza, de los niños, de los perros, de nada. Su obra es una especie de anuario telefónico. Es un contable, un estadístico, un playboy de provincias que cree haber vivido, pero que, en realidad, nunca ha nacido; que ha deambulado por el mundo sin existir jamás, fantasma errante a través de su propia vida.
Cuando terminé su lectura estaba desesperado. Intenté con todas mis fuerzas que la película no se realizase. Rompí los puentes con De Laurentis. Él quería a Robert Redford para el papel de Casanova. Pero para los productores, la idea de un Fellini-Casanova, La Dolce Vita del siglo XVIII, era demasiado tentadora. El primero que se ofreció fue Andrea Rizzoli. Pero la película resultaba demasiado cara para él. Por fin, en abril de 1975, Alberto Grimaldi, con el que había hecho Satiricón, reúne el dinero suficiente asociándose con los americanos. Comencé a rodar en julio, con Donald Sutherland, asediado por las dificultades: huelgas y demás obstáculos. Y, para colmo, en el mes de diciembre, Grimaldi decide pararlo todo y sin avisarme. Despidió a toda la gente y sólo mucho más tarde me dijo que la culpa era mía, que había gastado muchísimo dinero y que era «peor que Atila».
De todas formas, los obstáculos vinieron a confortarme y a justificar mi resistencia inicial a rodar la película. Odiaba el personaje y me negaba a frecuentar un tipo tan estúpido. Pero, muy a pesar mío, había decidido hacer una película sobre él, sobre el vacío existencial, sobre un tipo que está continuamente actuando y que se olvida de vivir realmente, Quizá lo que quería hacer era un retrato del artista, también continuamente actuando en medio del vértigo de su vida. Al pensar esto, me entraron todavía menos ganas de realizar la película. Porque, en efecto, se trata de una película sobre la futilidad de la creación, sobre el desierto árido al que, fatalmente, vuelve el creador, después de habérselas ingeniado para vivir únicamente pendiente de sus marionetas o de sus propias palabras, olvidando dejar expresarse el lado animal y esencial de su ser. Y aquí reside realmente el peligro. Al final, Casanova, convertido en marioneta, se fija mecánicamente en una contemplación sin esperanza de su universo femenino… Simboliza también al artista, bloqueado en esta dimensión neurótica de la ilusión creadora.
Fue entonces cuando comprendí el sentido de la profunda aversión que sentía por Casanova. Esta película que tanto me estaba costando iba a marcar una frontera no tanto en mi carrera, sino en mi vida. Después de ella tendría que matar esa parte de mi yo versátil y cambiante, indecisa, eternamente tentada por el compromiso, la parte de mi yo que no quería hacerse adulta. En realidad, la película fue para mi un «cruzar la frontera», un dirigirme hacía el último tramo de mi vida. Tengo 57 años y la sesentena está a las puertas. Inconscientemente, tal vez, he puesto en esta película todas las angustias y el miedo que me siento incapaz de afrontar. Quizá la película se haya alimentado de mi miedo.
Georges Simenon entrevista a Federico Fellini
Fue entonces cuando comprendí el sentido de la profunda aversión que sentía por Casanova. Esta película que tanto me estaba costando iba a marcar una frontera no tanto en mi carrera, sino en mi vida. Después de ella tendría que matar esa parte de mi yo versátil y cambiante, indecisa, eternamente tentada por el compromiso, la parte de mi yo que no quería hacerse adulta. En realidad, la película fue para mi un «cruzar la frontera», un dirigirme hacía el último tramo de mi vida. Tengo 57 años y la sesentena está a las puertas. Inconscientemente, tal vez, he puesto en esta película todas las angustias y el miedo que me siento incapaz de afrontar. Quizá la película se haya alimentado de mi miedo.
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