sábado, 10 de junio de 2017

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Claire Bloom
LA VOZ DE MI MADRE


Lo que más recuerdo de aquellos días de la infancia era el sonido de la voz de mi madre cuando me leía los cuentos de Hans Christian Andersen, La sirenita y La reina de las nieves. Esos cuentos, con su desgarradora emotividad, que esculcaba embelesada y que me atraían poderosamente, me infundían el anhelo de experimentar una abrumadora pasión romántica y, en la adolescencia y la primera juventud, hicieron que tratara de emular a aquellas sacrificadas heroínas, por lo menos en el escenario. 

El sonido de la voz de mi madre y el resplandor de aquellas tardes de verano se funden en los recuerdos de mi infancia y crean una sensación placentera de calidez, comodidad y seguridad.

El mundo en que vivía era en una parte un mundo de fantasía. No recuerdo que en mi infancia tuviera compañeros de juego. Me inventé un amigo fantasmal, alguien con quien sostenía largos debates y que era mi constante compañero de juego, cuya mano solía coger y cuya compañía espectral parecía bastarme por completo. Fueron tantas las escuelas a las que asistí, debido en parte a la inseguridad del empleo de mi padre y más adelante a la guerra, que nunca residí en el mismo lugar el tiempo suficiente para trabar amistad con otras niñas.

Mi auténtica y fiel compañera desde el principio fue mi madre. Éramos mucho más íntimas de lo que parecía normal entre una madre y su hija, casi como atribuladas habitantes tras las murallas de una ciudad sitiada. No quería que se sintiera sola en ningún momento, así que me quedaba con ella en casa, aunque podría haber estado jugando en la calle. Ya en la niñez tenía la sensación de que mi manera de tomármelo todo tan en serio era patética. Lo único que recuerdo de la época escolar es el desconsuelo que se apoderaba de mí cuando mi madre me dejaba en la escuela y el alivio que experimentaba cuando iba a recogerme.

Claire Bloom
Adiós a una casa de muñecas


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