Natalia Ginzburg
Una mirada que dice adiós a un mundo amado
Poco a poco desaparecieron de sus libros los paisajes verdes y frondosos, las nieves relumbrantes, la intensa luz del día. En su escritura surgió una luz diferente, una luz ya no radiante sino blanca, no fría sino totalmente desierta. La ironía permaneció, pero imperceptible y ya no feliz de existir, blanca y deshabitada como la luna.
En ese magnífico libro que es Las ciudades invisibles, a mi parecer el más bello de sus libros, esta transformación ya se ha producido. El mundo está ahí, radiante, multiforme, abigarrado y recargado, e intacto en su esplendor, pero es como si la mirada que lo indaga, lo criba y lo contempla fuera consciente de estarlo abandonado para siempre. A partir de ahora, esa mirada se posará en otros lugares, ya no en las inmensidades luminosas del cielo y el mar ni en la maraña de las variadas vicisitudes humanas. A partir de ahora, esa inmensidad la buscará en otra parte, en los capullos de los insectos o en las grietas de las rocas: “En las hendiduras, en los abismos, en las vorágines de nuestro espíritu”. En las “ciudades invisibles” se ha condensado el dolor de la memoria. En todas las demás obras de Calvino, la memoria no aparece, o mejor dicho, cuando aparece, nunca es dolorosa. Aquí, en las “ciudades invisibles”, no soñadas sino recordadas, reina la memoria dolorosa de un tiempo que nunca volverá. Sobre las ciudades, altísimas bajo el cielo, hormigueantes y resplandecientes, abundantes en humanos errores, rebosantes de mercancías y alimentos, llenas de comercios ilícitos, dominio de ratones y de golondrinas, desciende el crepúsculo. La mirada que lo saluda es una mirada que dice adiós a un mundo amado, observándolo desde una nave que se aleja.
El sol y la luna
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