miércoles, 31 de agosto de 2011

Triunfo Arciniegas / La botella del alma


Triunfo Arciniegas
LA BOTELLA DEL ALMA

En Jardín conocí a una vieja loca que guardaba el alma en una botella. Vivía en una casa blanca de puerta y ventanas rojas a la entrada del pueblo. Allí llegué en busca de Nefertiti Codorniz, que debía devolver a sus padres viva o muerta, con o sin su novio, un músico de pacotilla, lo más pronto posible. La carta de su madre me ardía en la maleta.
         De eso vivía antes de casarme: de buscar cristianos. Antes de El Gato Azul, el bar que nos mantiene, paga los gustos de mi mujer y el estudio de los muchachos. Conozco más de la mitad del país como la palma de mi mano, y la mayoría de sus pensiones de mala muerte. En algunas me decían: "¿Usted otra vez por acá?" Y se acordaban de mi nombre y mi origen.
         No sabía nada de Jardín, otro pueblo borrado del mapa, cuando alguien dijo: "En Jardín vieron a tu Nefertiti". Hice un par de preguntas, apreté la pata de conejo y me puse en camino.
         -Más allá de Remedios, en la zona cafetera –dijeron.
         Ya era de noche cuando me acerqué a la primera puerta de Jardín que encontré abierta, con mis últimos alientos y los pies maltratados: había caminado horas y horas desde el puente, donde el bus me dejó, por una carretera polvorienta y descuidada. Sólo pasó un camión que me bañó y me dejó  tosiendo en una nube. Tropecé y cojeé el resto del camino. Tres muchachos apedreaban un murciélago que apenas aleteaba. Tuve ganas de preguntarles qué les había hecho el animal pero luego pensé que eran tres y yo sólo un pobre negro. Seguí pensando lo que venía pensando. Los gozosos comentarios que oí en el bus: los espíritus operaban a los viejos durante el sueño y no dejaban cicatrices. Juguetones, movían las sillas, desordenaban los cuadros y la ropa, se bebían el agua del vaso en la mesita de noche. La caja de dientes amanecía seca y feliz dentro del vaso. Alguien despertaba desnudo en un potrero. Otro desenterraba morrocotas de su jardín. A una señora le creció una pelota de piedra en el vientre. Después de nueve meses, como la pelota seguía creciendo y nadie se hacía responsable, la mujer invocó a los espíritus y amaneció plana como una tabla. Volví a pensar en el murciélago, en los últimos aleteos.
         Detrás de la mesa reposaba la vieja, gorda y vestida de negro, cantando con los ojos cerrados. Fascinado por el espectáculo me detuve en el umbral, me recosté y la maleta soltó una nube de polvo al caer. La mujer abrió los ojos y me invitó a seguir. Sobre la mesa, la botella de su alma, verde, alargada, lisa, y en su pico, ensartado, el cabo de vela que nos alumbraba. Por superstición, tan sólo se acostaba al consumirse la vela. La imaginé dormida con un dedo en el pico de la botella. Me contó la historia de su alma, de cómo se le había salido del cuerpo al cruzar el río y cómo la engañó para que al menos se metiera en la botella ya que tanto asco le tenía a su cuerpo, porque qué hacía por ahí su alma vagando como una loca, como una cualquiera, mientras me indicaba el baño, el jabón con que me embadurné no sólo la cara sino el cuello, los brazos y las axilas, la toalla limpia, mientras me acercaba uno y otro plato oloroso y rico. "También detesto este cuerpo, gordo y flojo, quisiera estar en otro, al menos esta noche", confesó, dándole toda la razón a su alma. Con gestos patéticos trataba de explicarme qué significaba permanecer en su cuerpo.
         -Es como encerrarse en un baúl que sólo puede abrirse desde afuera -dijo.
         Apareció una mujer coja en la puerta. "El alma le pesa más de un lado", me diría la vieja luego. La vimos mirándonos, los ojos y los labios brillantes. Se espantó y huyó. "Metralleta todavía putea", me dijo la vieja. "Se la pasa persiguiendo borrachitos."  A las dos o tres de la mañana todavía podía encontrármela en el parque. Alguna noche la cogían gratis entre varios. Los muchachos la pateaban y le escondían los chiros no más por oírla gritar. De cuando en cuando paría una criatura que tarde o temprano olvidaba frente a alguna puerta.
         -Venía por un plato de sopa -dijo la vieja, esculcándome con los ojos-. Te tuvo miedo, no hay mucho negro por aquí.
         -No soy más que un pobre negro.
         Le dije quién era, un cristiano que vivía de buscar personas desaparecidas con el olfato de perro que Dios le dio. Las perseguía hasta el fin del mundo, hasta el convento o el burdel, hasta el monte, la clínica o la peor calle de la turbulenta ciudad, hasta donde veía muchas veces por vez primera el rostro de carne y hueso que harto había escudriñado en una fotografía desteñida o donde el rastro se interrumpía brutalmente. Estos casos eran los peores porque mis clientes se encaprichaban con la esperanza absurda, un dato falso, lo que fuera, y era duro darles la fatal noticia. Cuando el olor del vivo se quebraba, no había nada que hacer. Nunca localicé una cosa muerta y no siempre había una tumba para demostrar que uno hizo hasta lo imposible.
         La primera persona que encontré fue mi hermana, loca de nacimiento, una morena de piernas lindas y mejor cuerpo para su desgracia, que se voló antes de los quince con el trapecista del circo que nos divirtió cosa de un mes. Me fue muy fácil localizarlos a pesar del sigilo con que ocultaron sus amores de feria. Los encontré solazándose en el más alto de los trapecios. Apreté mi pata de conejo y di gracias a Dios. El tipo no se dejó agarrar pero a mi hermanita le di una paliza de mil demonios y se la llevé a mamá del cuero de la jeta. De nada valió porque a finales de octubre apareció otro circo: se enamoró del payaso, que gustaba de estas niñas. Esta vez demoré como seis o siete meses porque el payaso se cambió de cara, quiero decir, dejó el oficio, y luego la dejó a ella, mi hermanita, en la cocina de una venta de sancocho. Allí la encontré, mugrienta y fea, llena de mocos. Nos vinimos despacio y sin cueriza porque tenía una barriga de padre y señor mío. Nos dejó el crío y se casó en Venezuela con un ciclista, les va bien.
         La gente se enteró de mis pesquisas. No tardé en encontrar una anciana desmemoriada, el gato del tío Luis, un marido alcohólico, dos o tres muchachas de sangre caliente, el loco Peralta con una bala que cada tres meses lo devolvía a las odiseas, una bala del ejército en la cabeza no es buena consejera, y así me vi en este oficio. A otros nunca nadie los encontró porque ya no eran de este mundo. A otros muchos, que acababan con la reputación de uno.
         -Como en las películas: los atrapas y cobras la recompensa.
         Le expliqué a la vieja que no buscaba forajidos sino personas comunes y silvestres que alguien requería. No trabajaba con la policía y era eficaz como un perro. La gente creía que ganaba mucho dinero. Una vez le dediqué siete semanas a un marido y lo encontré en la frontera con una negra grande y tres criaturas. Cuando rendí el informe respectivo, la esposa, ofuscada y como con ganas de matarme, me pagó con su ropa. Tuve que mandarla a arreglar porque el marido era más gordo que yo. La verdad sea dicha, todos eran más gordos.
         La vieja no sabía nada de Nefertiti pero me sentí feliz, intrigado por la historia de su alma, que adornaba con numerosos detalles. Con perversidad se apartaba una y otra vez del tema para hablar de los muchachos. Me zafé los zapatos, eructé con delicia y me adormecí hasta que la silla crujió y me sobresalté. “Se besan en la boca”, dijo la vieja. La interrumpí para saber de los espíritus y me confesó que le habían salvado un seno. Creí que me lo mostraría cuando extendió su mano para rascarse la axila. "No hay cicatriz ni dolor. Sólo te acuestes y amaneces con la salud recobrada." No sé si había concluido la historia de su alma cuando se me cerraron los ojos. Sentí su respiración en la mejilla. Me ofreció una cama, tan celestial como la comida.
         -Déjame ver el pie –dijo.
         Acostado, le hablé de la tal Nefertiti mientras me sobaba el pie. No, no la conocía en carne y hueso, sólo su gato en la ventana. Me estaba dando problemas la muchacha. Falsas historias me habían conducido a lugares inverosímiles para perjuicio del bolsillo y la paciencia, porque todo tiene un límite. Ya no sabía si creer o no en el rastro de su olor esquivo, que con asombrosa frecuencia se mezclaba con aromas de macho, si se trataba de una tonta o de una bruja, si estaba frío o caliente. Era una loca la muchacha, una coqueta, que terminaría mal tarde o temprano, más bien temprano. No andaba con tapujos ni disimulos. El primero de la lista fue el profesor de matemáticas. Nefertiti le enviaba papelitos con problemas de raíz cuadrada y citas nocturnas, se le atravesaba en los corredores y soltaba frases de doble sentido a sus amigas para armar el avispero, y todo cuando apenas le brotaban los pechos, hasta que la esposa del profesor la mechoneó en la calle. "Esa cuca pelada", dijo mi madre. El amorío con el policía fue más descarado. Nefertiti se besaba en la ventana del gato con aquel policía cara de palo y se le trepaba a la motocicleta. Luego se enredó con un camionero de Río de Oro que nadie conocía. Seguro le dijo en la primera esquina: “Súbete”. Y ella ni corta ni perezosa. El camionero le mandaba la mano al primer descuido, para su alborozo, y se la llevaba a paseos cada vez más largos y deliciosos. La gente murmuraba y ella como si nada. Murmuraba del camionero borracho, con la espalda y el pecho en carne viva, la camisa abierta y los botones arrancados, y del policía al borde del suicidio. Esa Nefertiti, no tenía remedio. Les daba a probar de su miel y luego los dejaba muertos de hambre. El policía atropellaba borrachos sin misericordia para cobrarse los desprecios. El profesor perdió el puesto porque la cacheteó en plena clase. El camionero echó a rodar el camión en el Alto de las Palomas y se quebró ambas piernas. Después se supo de otro loco por ella, el músico Faustino Lara, que soplaba la flauta en la banda municipal y en cada soplo se le escapaba el alma. Nefertiti era bonita pero no se daba a respetar. Doña Agripina de Codorniz sufría lo indecible, a veces la encerraba pero la muchacha se negaba a probar bocado y la madre tenía que abrirle otra vez las puertas para que ella abriera las piernas. El señor Codorniz se hacía el que no se enteraba. La muchacha llegaba tarde, riéndose, un poco ebria. Un hombre la traía hasta la esquina, no siempre el mismo, y la sobaba un rato antes de soltarla. Se pintaba mucho y enseñaba los hombros y las piernas. Después no la vieron más y era que se había ido con el músico. Esos olores, me dije cuando ya buscaba el rastro, el día menos pensado acaban en un prostíbulo.
         -De muchacha fui muy loca -suspiró la vieja-. Pero nunca cobré.
         Estiró la cobija para cubrirme el pie, con dulzura, como si se tratara de un pájaro dormido.
         -Quedaste como para bailar con la Cenicienta –dijo.
         Me acarició la frente con sus dedos de algodón y me dormí. En el sueño seguí preguntando por Nefertiti Codorniz, alguien me dijo que se la robó el negro Argemiro, que no fregara más porque vivían contentos. Insistí en hablar con ella y me corrieron a piedra.  "El negro la estranguló", gritó alguien. Entonces apareció el negro, triste, con pico y alas, pero no sabía nada de la muchacha. Estaba sucio el negro, las alas estropeadas, las patas heridas, a la sombra de un matarratón. Vi un sapo mirando la luna, de pronto ya era de noche. Otro sapo saltó a su lado. Más sapos, docenas, centenares de sapos alrededor del charco, y todos mirando la luna. Ninguno sabía de Nefertiti. Sólo mi abuela, con un sapo en la mano y unos ojos de lástima, me decía: "Ay, muchacho, se te va desgastar del alma de tanto buscarla". Sentada en un sillón majestuoso, con ropas reales y una coronita de muchas piedras, pero descalza, la abuela señaló un camino de herradura con el hueso del índice. Me alejaba del charco cuando llegaron unos muchachos blancos de sombra fina a apedrear los sapos. Entonces desperté: aún se oían las pedradas.
         -Los muchachos -dijo la vieja, junto a la cama. No la vi pero su voz era nítida y firme-. Quieren quebrarme el alma.
         Las obscenidades de los muchachos. Antes de volver a dormir pensé que era extraño soñar con la abuela. Mantenía un recuerdo vago porque la conocí de muy niño. Papá insistía cuando me llevaba a saludarla: "Pídele la bendición a la abuela". Recorría la casa apoyando ambas manos en las paredes, con la cabeza envuelta en un trapo blanco, hasta que resbaló en el jardín y no dejó la cama nunca más. Murió con la espalda en carne viva, gritando a Teodora para que le alcanzara la bacinilla o le preparara unas sopas de chocolate. Nunca soñaba con la abuela mientras buscaba a alguien. Consideré que estaba a punto de encontrar a Nefertiti Codorniz y apreté la pata de conejo. Esta vez no soñé. Alcancé el sosiego. Una extraña felicidad me despertó y salí a recorrer el pueblo. Ya no cojeaba. Era día de mercado, compré una docena de naranjas. Me ofrecieron grillos tostados y los masticaron en mi presencia. “Te ponen como un toro”, dijeron. “Tu mujer lo agradecerá.” No me arriesgué a probar el manjar.  Gracias, más luego. Un niño se entretenía al sol con un rompecabezas de plástico. Lo resolvía en cinco minutos. Me pareció fácil. Le pedí permiso y no fui capaz en media hora. Aceptó tres naranjas. La gente, que ya conocía de quien era huésped, me dijo que la mujer estaba loca. La noticia me hizo sonreír. Después oí del muchacho estrangulado en el río. Oí también de una tal Rosita Hurtado. Cuando el duende la maltrataba, amanecía con el cuello amoratado, señales de gato en los brazos y los muslos, así durmiera con sus padres. Le dijeron que lo marcara, con los dientes o con una navaja, para reconocerlo luego. Nunca pudo. Enmudecía al verlo, malicioso entre la gente, visible sólo para Rosita, que se quedaba tiesa y con ansias. "Hechizada", como decían.  Después se casó, tuvo tres niños, uno por año, y se le veía feliz.  "El duende se aburrió", explicó el padre Jaramillo. Andaba con otra el duende. Con otras. De estreno.
         -Ya sabemos de tu Nefertiti -me dijeron en la venta de pescado-. Anda con otro, un boxeador de Paloquemao.
         Les dije que no, que no era mi mujer y que andaba con un músico. "El músico ya no sopla, mi negro, si quieres te llevo donde él para que lo veas."  Me llevaron en mula hasta una casa abandonada, como a diez kilómetros de Jardín, en lo más alto y enmarañado del monte. Daba lástima aquel muchacho, soplador de flauta dulce. Se iba a morir. No le pregunté nada para no torturarlo. Le brillaban los ojos como a un gato. "Faustino", dije, y ni siquiera parpadeó. Volvimos a Jardín esa misma tarde. Por el camino hablaron de la tal Rosita Hurtado, ahora viuda y preñada. Se nos atravesó un borracho, arreado por tres policías encarnizados, su cara chorreando sangre. Metralleta cantaba en un escaño del parque. Por la tronera del único zapato que usaba se le asomaban los dedos sucios, las uñas mal pintadas. El niño había cambiado el rompecabezas por un trompo que estaba aprendiendo a bailar. Volví a la casa de la mujer que guardaba su alma en la botella, una de esas que los muchachos llenaban de luciérnagas, y después de una cena suculenta me dijo que me acostara, que por la mañana me diría dónde estaba la muchacha. Soñé con ella, con Nefertiti, y de nuevo con la abuela, esta vez vestida de payaso, gritándome cosas que no le entendía. Porque volaba lejos en una escoba, abrazado a la espalda de Nefertiti, y el viento nos despellejaba como una naranja. Desperté empapado, volví a dormir y a volar. Así, volando y despertando y volviendo a dormir, alcancé el alba.
         Me levanté a lavarme la cara y los brazos. Acababa de secarme cuando la vi, la tal Nefertiti Codorniz, sentada y atenta, conmovida. Delgada y bonita, la flor viva de su boca. La vieja contaba la historia de su alma mientras Nefertiti le daba vueltas a mi pata de conejo. Esperé que la historia terminara para decirle que debía llevarla a casa, que en la maleta traía una carta de su pobre madre. Me miró muy bonito la condenada, dijo que ya era hora de dejar de ser tan loca, que nos casáramos y montáramos un bar con un buen pianista y unas muchachas desnudas.