Federico García Lorca SCIAMMARELLA |
FEDERICO
MIGUEL GARCÍA POSADA
5 JUN 1998
Quienes lo hemos amado durante muchos años, en los que ha sido una presencia y una ausencia, una voz viva pero de remoto rostro diluido, tenemos derecho a llamarlo así, por su nombre de pila, y sin trivializarlo, al cumplirse los cien años de su nacimiento. Porque nos ha acompañado a través de tiempos oscuros y nos ha recordado siempre el difícil y mágico equilibrio que es la vida. Él dijo que nunca sería viejo, y la insurrección fascista se empeñó en darle la razón de una manera inesperada. Sus asesinos -importa subrayarlo- sabían a quién mataban y lo que mataban. Su asesinato no es un oscuro episodio de la retaguardia nacionalista sino un suceso tan fatal como transparente. Lo anómalo hubiera sido que hubiese escapado a la represión. Él representaba, en su persona y en su obra, todo lo contrario de sus matadores . Significaba el ansia y la voluntad de libertad: libertad en la sociedad, libertad en el amor, libertad para que cada uno fuera dueño de su propio destino.Su obra habla mucho de la muerte porque ésta es la enemiga de la vida y la vida está siempre amenazada: vivimos en la amenaza. Nunca ha sido tan verdad como en este criminalísimo siglo que ahora termina. Murió víctima de la deslealtad y la traición: «Entre tus propias gentes y por las propias manos que un día servilmente te halagarán», dejó dicho para siempre Luis Cernuda en el mejor poema que se ha escrito sobre su muerte. Los asesinos quisieron tapar, prohibir, envilecer incluso, su memoria. No lo han conseguido. Su voz -poesía, teatro, prosa- está más viva que nunca. Pudo aparecer en un momento como el último resplandor de la España romántica; hoy sabemos que es bastante más.
De los ocho finos tomitos de la benemérita edición de las obras completas de Losada (1931-1946) hemos pasado a los cuatro gruesos tomos de la última edición del Círculo de Lectores (1996-1997). Lorca -un Lorca sin Federico, como escribió Jorge Guillén- ha sido el gran vengador del ultraje a que su persona fue sometida. Terminada la guerra civil, aparecía -en México y en Nueva York y casi a la vez- su libro más ambicioso, Poeta en Nueva York. Cinco años después, la compañía de Margarita Xirgu estrenaba en el teatro Avenida de Buenos Aires -escenario de sus apoteosis de dramaturgo entre 1933 y 1934- La casa de Bernarda Alba, que había concluido un mes antes de la sublevación militar. Mientras tanto, la edición Losada había seguido recogiendo poemas y prosas. Y luego siguieron apareciendo más textos: versos de juventud, cartas -incandescentes cartas llenas de sangre y de verdad-, algún manuscrito dramático, dibujos... En 1954 el tirano decidió autorizar la edición en España de sus obras completas; ya superaban en extensión a la edición Losada. Pero eran un grueso volumen de piel y costaba caro. A lo mejor, el tirano pensó que lo leería poca gente; pero el hecho es que se convirtió en el gran éxito de la editorial Aguilar, que fue agotando impresión tras impresión. Vendedores anónimos llevaban el libro por pueblos y ciudades, y la gente lo compraba; vendedores anónimos y en muchos casos represaliados de la guerra civil. La edición fue creciendo, y con el tiempo se convirtió en dos volúmenes, y luego en tres.
El gran ultrajado eran un manantial sin fondo. Brotaban poemas y textos por todas partes. Y no eran secundarios. En 1975 aparecía el gran drama de la subversión existencial y teatral, El público, una de las piezas capitales del siglo. Un año más tarde se daba a conocer el primer acto de una pieza inconclusa -El público seguramente está completo-, Comedia sin título. En los años ochenta veía la luz la prodigiosa serie de los Sonetos del amor oscuro, hasta entonces sólo muy parcialmente conocida, así como el libro de Suites, cerca de tres mil versos, donde hay momentos memorables. También en esa década se publicaba el pasmoso guión de cine Viaje a la Luna, y otros versos y otras prosas y otros textos dramáticos. Un Lorca casi siempre fundamental. Por fin, en los noventa se ha editado, junto a otras y diversas expresiones de su talento, la obra juvenil, que él no quiso publicar pero que, a la luz de su gran obra canónica, anticipa señales, vislumbres, intuiciones, que demuestran la fatalidad de su terrestre escritura de diamante.
La voz de ese manantial es ante todo la de una criatura iluminada por el fuego de la palabra original y poblada a la vez de todos los sonidos de la cultura judeocristiana, y aún más: de los sonidos oscuros, negros, fulgurantes, que vienen del fondo de los tiempos, de los elementos primarios de la conciencia humana. El gran vanguardista es el más antiguo de nuestros grandes creadores, el más arcaico de todos. Su obra hunde sus raíces en el mito, en los grandes arquetipos del inconsciente humano, siendo tan audaz como es de formas y de estilos. De ahí su extraordinaria complejidad. Por eso, siendo tan español de instinto creador y de lengua, es Lorca tan traducible. Porque habla de lo permanente y porque es, al mismo tiempo, el más solidario de los poetas: solidario con todos los humillados de este mundo, pero solidario también con la tierra y con el cielo, «con los animalitos que se olvidan» y que nuestra civilización escarnece y aplasta. Ecologista, franciscano, panteísta, él, Federico, previó en Poeta en Nueva York el fracaso de la sociedad industrial cuando tantos amantes de la modernidad, incluidos los poetas soviéticos, se extasiaban con su triunfo: recordemos el fervor de Mayakovski ante el puente de Brooklyn. «Y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada», cantó él, Federico, sumido en el «Nueva York de cieno». Y su voz suena cada vez más desligada, más honda, más verdadera.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 5 de junio de 1998
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