viernes, 14 de diciembre de 2012

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E. C. Cioran
AFORISMOS

El pesimista debe inventarse cada día nuevas razones de existir: es una víctima del «sentido» de la vida.

En este «gran dormitorio», como llama un texto taoísta al universo, la pesadilla es la única forma de lucidez.

Para vengarnos de quienes son más felices que nosotros, les inoculamos -a falta de otra cosa- nuestras angustias. Porque nuestros dolores, desgraciadamente, no son contagiosos.

Fuera de la dilatación del yo, fruto de la parálisis general, no existe ningún remedio contra las crisis del abatimiento, contra la asfixia de la nada, contra el horror de no ser más que un alma dentro de un salivazo.

Aunque pudiera luchar contra un ataque de depresión, ¿en nombre de qué vitalidad me ensañaría con una obsesión que me pertenece, que me precede?. Encontrándome bien, escojo el camino que me place; una vez «tocado», ya no soy yo quién decide: es mi mal. Para los obsesos no existe opción alguna: su obsesión ha elegido ya por ellos. Uno se escoge cuando dispone de virtualidades indiferentes; pero la nitidez de un mal es superior a la diversidad de caminos a elegir. Preguntarse si se es libre o no: bagatela a los ojos de un espíritu a quien arrastran las calorías de sus delirios. Para él, ensalzar la libertad es dar pruebas de una salud indecente.

¿La libertad? Sofisma de la gente sana.

En la Antigüedad, el filósofo que no escribía, pero pensaba, no se exponía al desprecio; desde que nos postramos ante la eficacia, la obra se ha convertido en el absoluto del vulgo; a quienes no producen se les considera «fracasados». Sin embargo, esos «fracasados» habrían sido los sabios de otros tiempos; ellos rehabilitarán nuestra época por no haber dejado trazas en ella.

En un mundo sin melancolía los ruiseñores se pondrían a eructar.

¿Alguien emplea continuamente la palabra «vida»? Sabed que es un enfermo.

¿Nuestros ascos? Desvíos del asco que nos tenemos a nosotros mismos.

Si alguna vez has estado triste sin motivo, es que lo has estado toda tu vida sin saberlo.

Nosotros nos parapetamos detrás de nuestro rostro: al loco le traiciona el suyo. El se ofrece, se denuncia a los demás. Habiendo perdido su máscara, muestra su angustia, se la impone al primero que llega, exhibe sus enigmas. Tanta indiscreción irrita. Es normal que se les espose y se les aísle.

Apenas se medita ya de pie, y menos aún andando. Fue nuestros empeño en conservar la posición vertical lo que originó la Acción; por ello, para protestar contra sus perjuicios, deberíamos imitar la postura de los cadáveres.

Don Quijote representa la juventud de una civilización: él se inventaba acontecimientos; nosotros no sabemos como escapar a los que nos acosan.

Para dominar a los hombres hay que practicar sus vicios y añadir a ellos alguno más. Véase el caso de los papas: mientras fornicaban, practicaban el incesto y asesinaban, dominaban el mundo y la Iglesia era omnipotente. Desde que respetan sus preceptos, su poder se degrada: la abstinencia, lo mismo que la moderación, les ha resultado nefasta; convertidos en personas respetables, nadie les teme ya. Edificante crepúsculo de una institución.

El prejuicio del honor es propio de las civilizaciones rudimentarias. Cesa con la aparición de la lucidez, con el reinado de los cobardes, de aquellos que, habiéndolo «comprendido» todo, no tienen ya nada que defender.

Hemos saboreado todos el mal de Occidente. Sabemos demasiado del arte, del amor, de la religión, de la guerra, para creer aún en algo; hemos perdido además tantos siglos en ello... La época de la perfección en la plenitud está terminada. ¿La materia de los poemas? Extenuada. ¿Amar? Hasta la chusma repudia el «sentimiento». ¿La piedad? Visitad las catedrales: ya no se arrodillan en ellas más que los ineptos. ¿Quién desea aún combatir? El héroe está superado; únicamente la carnicería impersonal sigue de moda. Somos fantoches clarividentes, ya sólo capaces de hacer muecas ante lo irremediable.

¿Occidente? Una posibilidad sin futuro.

Quién por distracción o incompetencia detenga, aunque sólo sea un momento, la marcha de la humanidad, será su salvador.

Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.

En cuanto un animal se trastorna, comienza a parecerse al hombre. Observad un perro furioso o abúlico: parece como si esperara a su novelista o a su poeta.

Constituye una gran injuria contra el hombre pensar que para destruirse necesita una ayuda, un destino... ¿No ha gastado ya lo mejor de su talento en liquidar su propia leyenda? En ese rechazo de durar, en ese horror de sí mismo, reside su excusa o, como se decía antes, su «grandeza».

Si la Historia tuviera una finalidad, qué lamentable sería el destino de quienes no hemos hecho nada en la vida. Pero en medio del absurdo general nos alzamos triunfadores, piltrafas ineficaces, canallas orgullosos de haber tenido razón.

Tanto he mimado la idea de la fatalidad, a costa de tan grandes sacrificios la he alimentado, que ha acabado por encarnarse: de la abstracción que era, ahora palpita irguiéndose ante mí, aplastándome con toda la vida que le he dado.

Quien vive sin memoria no ha salido aún del Paraíso: las plantas continúan deleitándose en él. Ellas no fueron condenadas al Pecado, a esa imposibilidad de olvidar; pero nosotros, remordimientos ambulantes, etc., etc.

«Señor, sin ti estoy loco, pero más loco aún contigo.» Ese sería, en el mejor de los casos, el resultado de la reanudación del contacto entre el fracasado de abajo y el fracasado de arriba.

¡Cuantos problemas para instalarse en el desierto! Más espabilados que los primeros ermitaños, nosotros hemos aprendido a buscarlo en nosotros mismos.

De todo lo concebido por los teólogos, las únicas páginas legibles, las únicas palabras verdaderas, son las dedicadas al Diablo. Su tono cambia y se aviva su elocuencia cuando, dando la espalda a la Luz, se consagran a las Tinieblas. Se diría que vuelven a su elemento, que lo descubren de nuevo. Al fin pueden odiar, por fin les está permitido; se acabó el ronroneo sublime o la salmodia edificante. El odio puede ser abyecto; extirparlo es, sin embargo, más peligroso que abusar de él. La Iglesia ha sabido evitar a los suyos, sabiamente, tales riesgos; para que puedan satisfacer sus instintos, los excita contra el Demonio; ellos se aferran a él y le roen: por fortuna es un hueso inagotable... Si se lo quitaran, sucumbirían al vicio o a la apatía.

Cuando, por apetito de soledad, hemos roto nuestros lazos con los demás, el Vacío nos embarga: nos quedamos sin nadie a nuestra disposición. ¿A quién liquidar ahora? ¿Dónde encontrar una víctima duradera? -Semejante perplejidad nos abre a Dios: al menos con El estamos seguros de poder romper indefinidamente...

En la búsqueda del tormento, en la obstinación de sufrir, únicamente el celoso puede competir con el mártir. Sin embargo, se canoniza a uno y se ridiculiza al otro.

¿Quién abusaría del sexo sin la esperanza de perder en él la razón algo más de un segundo, para el resto de sus días?

En la voluptuosidad, lo mismo que en el pánico, regresamos a nuestros orígenes; el chimpancé, injustamente relegado, alcanza por fin la gloria -mientras dura un grito.

La dignidad del amor consiste en el afecto desengañado que sobrevive a un instante de baba.

En la época en que la humanidad, apenas desarrollada, se ejercitaba ya en la desgracia, nadie la hubiera creído capaz de poder producirla en serie un día.

Si Noé hubiera poseído el don de adivinar el futuro, habría sin duda naufragado.

¿La «experiencia hombre» ha fracasado? Había fracasado ya con Adán. Sin embargo, es legítimo preguntar: ¿tendremos la suficiente inventiva para parecer aún innovadores, para agravar semejante descalabro?

Esperándolo, perseveremos en el error de ser hombres, comportémonos como farsantes de la Caída, seamos terriblemente frívolos.

Antes se pasaba con gravedad de una contradicción a otra; ahora sufrimos tantas a la vez que no sabemos ya por cuál interesarnos ni cuál resolver.

Sin poseer la facultad de exagerar nuestros males, nos sería imposible soportarlos. Atribuyéndoles proporciones inusitadas, nos consideramos condenados escogidos, elegidos al revés, halagados y estimulados por la fatalidad.

Afortunadamente, en cada uno de nosotros existe un fanfarrón de lo Incurable.

Una naturaleza religiosa se define menos por sus convicciones que por su necesidad de prolongar sus sufrimientos más allá de la muerte.

He adquirido mis dudas penosamente; mis decepciones, como si me esperasen desde siempre, han llegado solas -iluminaciones primordiales.

«No puedo diferenciar las lágrimas de la música» (Nietzsche). Quien no comprende esto instantáneamente, no ha vivido nunca en la intimidad de la música. Toda verdadera música procede del llanto, puesto que ha nacido de la nostalgia del paraíso.

A veces experimento una especie de estupor ante la idea de que hayan podido existir «locos de Dios», que sacrificaron todo por El, comenzando por la razón. Con frecuencia creo vislumbrar cómo puede uno destruirse por El en un arrebato mórbido, en una disgregación del alma y del cuerpo. De ahí la aspiración inmaterial a la muerte. ¡Algo podrido hay en la idea de Dios!

Desconfiad de quienes vuelven la espalda al amor, a la ambición, a la sociedad. Se vengarán de haber renunciado a ello.

Plutarco, hoy, escribiría las Vidas paralelas de los fracasados.

Es fácil ser "profundo": no hay más que dejarse invadir por las propias taras.

Modelos de estilo: el juramento, el telegrama y el epitafio.

Los románticos fueron los últimos especialistas del suicidio. Desde entonces se improvisa... Para mejorar su calidad necesitamos un nuevo mal del siglo.

Si la muerte sólo tuviera facetas negativas, morir sería un acto impracticable.

No es humilde aquel que se odia.

He decidido no detestar más a nadie desde que he observado que termino siempre por parecerme a mi último enemigo.

No existe un sólo instante en el que no haya estado consciente de encontrarme fuera del Paraíso.

¿Qué decepción que Epicuro, el sabio que más necesito, haya escrito más de trescientos tratados! Y qué alivio que se hayan perdido.

No he encontrado ningún espíritu interesante que no esté ampliamente dotado de deficiencias inconfesables.


Solo Dios tiene el privilegio de abandonarnos. Los hombres únicamente pueden dejarnos.

La única confesión sincera es aquella que hacemos, indirectamente, al hablar de los otros.

Perdimos al nacer lo mismo que perderemos al morir. Todo.



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