Escritura Copacabana, Rio de Janeiro, 2010 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Triunfo Arciniegas
ESCRITURA
Cada vez que escribo enfrento el misterio, el miedo, la incertidumbre. De poco han servido las historias anteriores. Conozco cierta técnica, cierto manejo de las frases, la mente conserva determinados principios, el cuerpo practica manías inviolables, la mirada se rinde a la disciplina de atrapar las imágenes, pero uno se encuentra desprotegido y nunca se sabe si la criatura poética será digna, si será poética o al menos criatura, si debe conservarse para un posible lector o debe eliminarse. La página en blanco cada vez es una nueva aventura y, como tal, absolutamente riesgosa, diferencia esencial con otros oficios. El artesano mantiene la rutina del oficio: elabora un canasto exactamente como el anterior, con la misma técnica, los mismos instrumentos e incluso en el mismo lapso de tiempo, y así elaborará todos los canastos del resto de su vida. El artista cada vez debe crear un nuevo objeto y repetirse va en detrimento de su arte.
Escribo deprisa, en estado de hechizamiento, por lo general tan pronto llega la idea, que se sintetiza en una sola frase o en una sola imagen que se desencadena en palabras, y me valgo de frases elementales y torpes para despachar toda la materia, para desatar el delirio interior, toda el agua que fluye del pozo de la magia cuya ubicación exacta, como magia que se respete, debe ser ignorada.
Es como una búsqueda entre la niebla: el texto va diciéndose a medida que se avanza. Como tantear en la oscuridad un cuerpo amado: no hay necesidad de abrir los ojos para saber de quién se trata.
Tengo miedo. Pero no un miedo aterrador que paralice, que invite a huir, sino el miedo del hombre que atraviesa la cuerda floja, riesgo y sustento a la vez. El papel en blanco es el vacío. Confiesa el poeta Eliseo Diego con absoluta precisión: “Me da terror este papel en blanco\ tendido frente a mí como el vacío\ por el que iré bajando línea a línea\ descolgándome a pulso pozo adentro\ sin saber dónde voy ni cómo subo\ trepando atrás palabra tras palabra\ que apenas sé que son sino son sólo\ fragmentos de mí mismo mal atados...”
Las palabras no sólo significan el equilibrio, ante el viento de la incertidumbre, sino la salvación. Nunca es fácil pero siempre es fascinante. El trabajo de la frase, la arquitectura de la sintaxis, viene después: asunto de toda la vida. Ahora sólo aspiro a llegar al final de un borrador sin desperdiciar el milagro de la historia. En esta primera versión apenas se consigue un esqueleto, tal vez repulsivo pero en todo caso fundamental para la firmeza de la carne, y uno sabe desde entonces si la historia se ha logrado. Al día siguiente, todavía caliente, digito esta versión en el computador e imprimo de inmediato. Entonces empiezan las lecturas. Tres para cada nueva impresión. Leo y voy corrigiendo, las márgenes se llenan, el texto se enriquece. Vuelvo a limpiar en la pantalla e imprimo de nuevo. A medida que el texto se acerca a su versión definitiva, las correcciones escasean. En ocasiones busco lectores y me regocijo con mi propia lectura, y de pronto encuentro algún paso en falso, algún pasadizo que debo recorrer, alguna puerta que debo cerrar. Aspiro a alcanzar el momento en que deseo que no se mueva una sola coma. Entonces la historia, para mí, ha terminado. Lo que sigue es asunto del lector.
Vivo fascinado por el contacto de la mano y la hoja, por el río de la tinta, por los garabatos de mi letra que quieren fundirse en una línea recta, en una cuerda de secar la ropa. Mi letra es una cuerda que se retuerce al sol, una serpiente que se parte cada dos, tres o cuatro signos. Es un buen invento, una letra rápida que casi alcanza la velocidad de mi máquina de imaginar. Mi oficio no es pensar sino imaginar. No me considero un pensador, un filósofo, sino un imaginador, un bebedor de relámpagos. Soy un hombre que construye un mundo sobre el papel en blanco.
Un hombre de palabras. Como, sueño, respiro palabras. El lenguaje es plastilina, chicle, barro, el material que sostiene mi mundo. Dice Barthes en El placer del texto: “Me intereso en el lenguaje porque me hiere o me seduce”. La seducción de una herida o la herida de la seducción. En todo caso, la seducción de la escritura vivida de una manera irremediable.
En mí todo se vuelve lenguaje. La mirada se transforma en lenguaje, la experiencia se transforma en lenguaje. Lo que no es escritura es como si no existiera. Las cosas existen porque se nombran. Lo que no tiene nombre es lo que no existe. Escribo para nombrar el mundo. Y a su vez, contarlo.
Creo que cada historia tiene su momento. Que una historia no se puede escribir antes de tiempo ni tampoco se puede dejar pasar. En el primer caso, la criatura madura biche, y, en el segundo, se pudre. Es como el amor: en el preciso instante.
¿Cómo es posible una nueva criatura? ¿De dónde viene? ¿Cómo se forma, cómo nace, cómo se reconoce? ¿Existe el mar de las historias?
La mayoría de los escritores reniega de la inspiración, considerada como una invención romántica, pero todos practican diversos rituales a la hora de escribir. Algunos no pueden separarse de una antigua máquina, otros sólo pueden escribir a mano y otros nada más que en ambientes familiares. Algunos preparan el texto mentalmente antes del momento decisivo y otros se enfrentan a la página en blanco como un explorador que parte a una expedición, dispuesto a toda clase de aventuras. Unos prefieren la mañana y otros la noche. La escritura es una dama misteriosa, esquiva y avasalladora a la vez, y para atraparla los escritores tejen sus trampas según su experiencia, sabiduría y magia.
Escribir es una pasión. Requiere tanta entrega, tanta dedicación, y absorbe de tal manera que Marguerite Duras habla con toda razón de "el mal de escribir". Precisa Duras en Escribir: “Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario. La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez”. Por otra parte, según Barthes en El placer del texto, Bataille decía: “Escribo para no volverme loco”.
“Quien conoce el placer de crear no conoce otro mayor”, dice León Tolstoi. Corroboro estas palabras cada vez que leo una buena entrevista de un escritor, un pintor, un director de cine. Confiesa Vargas Llosa al periodista Ricardo Setti: “Yo tengo un gran amor a la vida. Creo que mantengo una enorme curiosidad y apetitos múltiples. Creo que lo que más me gusta es la literatura. Es decir, mi trabajo de escritor, para mí, no solamente es mi obsesión, mi adición, es exactamente mi gran placer, es lo que me produce una gran exaltación, una gran excitación”. La literatura es una vocación excluyente y el escritor se entrega sin reservas al servicio de su vocación. Concluye Vargas Llosa en sus conversaciones con Ricardo Cano Gaviria: “Porque, para el escritor auténtico, escribir es su única manera de vivir, algo de lo cual no puede prescindir, del mismo modo que el alcohólico no puede prescindir del alcohol ni el drogradicto de las drogas”.
Dice Barthes a propósito de “Flaubert y la frase” en El grado cero de la escritura: “Es evidente que el estilo compromete toda la existencia del escritor y por esta razón mejor valdría llamarlo desde ahora en adelante una escritura: escribir es vivir”.
¿Qué razones hacen que el oficio de vivir se confunda con la pasión de crear? ¿Cuáles son los secretos de esta pasión? ¿Por qué resulta tan devoradora?
“Escribir es tan misterioso como cocinar”, dice Gabriel García Márquez. Buena respuesta. La escritura no se puede traducir en fórmulas, reglas o leyes, por fortuna; de ahí se deriva su inmensa fascinación, su seducción. El infinito mar de las historias mantiene sus secretos.
Por otra parte, la explicación del misterio siempre será inferior al misterio. Nos fascinan los conejos que salen del sombrero del mago mientras nadie nos explique la magia.
Como lectores, somos el público que ve al mago sacar conejos del sombrero, pero como creadores somos el mago. Sabemos algo que el lector ignora, desde luego, pero no todo. El conejo vendrá pero no sabemos de dónde. Vivimos con esta ilusión y lo apostamos todo.
Los escritores confían en la disciplina, en ciertas rutinas salvadoras, reniegan de la inspiración pero no pueden negar ciertos elementos mágicos del proceso creativo: la labor del inconsciente que ata cabos y abre puertas, las historias que casi se escriben solas, la infinidad de lecturas de un texto, la imposición de personajes y temas, pues los temas escogen al escritor y no al contrario y los personajes se rebelan y hasta pretenden escribirse a sí mismos. El riesgo no sólo es parte de la aventura sino una de las delicias del oficio. Ningún escritor tiene todas las preguntas resueltas ni considera que domina la complejidad del oficio. Es más, aprendiz eterno, vive en una búsqueda permanente.
La literatura me ha permitido vivir de una manera intensa y singular. Me ha hecho así. La escritura es mi consuelo, mi salvación, mi equilibrio. Estoy vivo porque escribo y escribo para estar vivo. Escribo para respirar. Escribo para espantar la muerte, que es lo mismo. Entretengo a la muerte, distraigo a la muerte y todos sus oscuros designios. La escritura es una cuerda floja, riesgosa, pero preferible al abismo. La escritura me permite vislumbrar el abismo pero me mantiene a salvo de lanzarme.
No sólo estoy de cara al abismo sino frente al gozo, el regocijo, la intensidad de la vida misma. Sea cual sea el tema, desde el más terrible y doloroso hasta el más feliz, la escritura es un festejo de la vida.
He organizado mi existencia alrededor de la escritura. Todo va o viene de este centro. Nada es posible fuera de este centro. Mi pasión y mi esclavitud. Dice Borges: “La vida exige una pasión”. Esta es la mía, para siempre.
Defiendo con fervor las palabras de Cortázar: “Creo que la literatura sirve como una de las muchas posibilidades del hombre para realizarse como homo ludens, en último término como hombre feliz. La literatura es una de las posibilidades de la felicidad humana: hacerla y leerla”.
Admiro la gente con el poder de fascinar a otros: magos, trapecistas, cantantes, actores, directores de cine, escritores, deportistas, seductores. Inventan un mundo y nos embeben. Nos elevan, nos enriquecen, nos permiten la vida. Hacer parte de este mundo de fascinación que es la literatura es un privilegio, una dicha, un honor. Somos parte de un territorio imaginario porque sabemos con certeza que la imaginación sostiene al mundo.
3 comentarios:
Quiero darle un beso al que escribe estas maravillas!
Vengo de Letralia, después de leer esa entrevista donde hablas de tus raíces, de tu infancia,realmente eterna, pozo inagotable. Escribí un comentario pero no salió publicado.Mejor, así pude encontrar esta joyita que has escrito.Me identifico con parte de tu historia, me identifico con esta forma de vivenciar la escritura.
En Montevideo tengo la colección completa del Tesoro de la Juventud, herencia de un gallego que se sentaba al sol y las leía, con fascinación. En mi casa no había libros, también me refugié en la biblioteca municipal y mi bisabuela josefa, analfabeta me llenó la cabeza de historias.Líndisimo encontrarte y cuando quieras acariciar el lomo verde del Tesoro, te invito a mi casa a que te sientes y pases las hojas, como antes, como siempre. Un abrazo y felicitaciones.
bello oficio, bellas palabras
Publicar un comentario